Introducción. El oficio más viejo del mundo (y no piensen mal)
La educación es el oficio más viejo del mundo. Ya sé que no estamos acostumbrados a oírlo decir así, pero créanme, muy posiblemente lo sea. El más antiguo y también el que presenta una mayor trascendencia. Una de las mejores pruebas de ello es que la educación es anterior a nuestra especie. De hecho, es anterior a los homínidos, e incluso, según se mire, también es anterior a los mamíferos. Todos los animales que, de una u otra manera, cuidan de sus crías, las educan, pese a que a menudo lo hagan sin darse cuenta y de manera completamente preconsciente. Frecuentemente tampoco nosotros somos conscientes de todo lo que transmitimos a nuestros alumnos, a través, por ejemplo, de nuestras actitudes más inconscientes y de las miradas que, sin darnos cuenta, les dirigimos y nos dirigimos. Los pájaros enseñan a sus hijos a volar, y cuando les llevan comida al nido, con su ejemplo les enseñan cómo deben hacerlo ellos cuando tengan polluelos. Incluso se ha visto que las abejas transmiten algunos aspectos de la gestión de su colmena a los descendientes en una especie de «escuelas». Soy consciente de que buena parte de este comportamiento es instintivo, pero resulta que aprender también lo es. Las personas nacemos con el instinto de aprender, de adquirir nuevos conocimientos sobre nuestro entorno. Y aunque poco a poco lo vamos perdiendo, siempre conservamos algo de él. La magnitud de ese remanente depende de muchos factores, y uno de ellos, quizá el más importante, es el mismo aprendizaje, más concretamente las vivencias que tenemos de pequeños cuando aprendemos cosas nuevas. Por eso los bebés y los niños lo miran todo con los ojos abiertos, muy abiertos, de par en par, atentos a su entorno, para interiorizarlo. Pero muy especialmente se fijan en las otras personas, en los otros niños, en los jóvenes y en los adultos, en sus gestos, actitudes y miradas, para aprender de lo que ven hacer a los demás. Lo primero que llama la atención a un bebé, pocos días después de nacer, es la mirada de las personas, su cara. Dicho de otro modo, para aprender hay que tener, sobre todo, modelos de aprendizaje –no solo lecciones y currículos.
Todos los mamíferos educamos a nuestras crías. La mayoría lo hacen sencillamente con sus actitudes preconscientes, que los hijos imitan. Sin embargo, algunos mamíferos sociales que además tienen un cerebro muy desarrollado, como los delfines y las orcas, los gorilas, los chimpancés y los bonobos, entre otros, organizan una especie de jardines de infancia para tener un cuidado razonablemente comunitario de las crías, a las que también enseñan muchos de los comportamientos que luego, una vez aprendidos, las ayudarán a sobrevivir cuando sean adultas, favoreciendo que se adapten al medio. Porque la biología de todas las especies conduce a su supervivencia; si alguna hubiera perdido ese instinto, se habría extinguido irremediablemente. Aprender para sobrevivir, este es el imperativo establecido en los instintos. Y en nuestra especie, además, vivimos para aprender.
Quizás se estén preguntando por qué cuento todo esto en un libro de educación, o, mejor dicho, de neurociencia aplicada a la educación. Pronto lo verán, pero de momento les adelanto que esta introducción pretende ser una declaración de intenciones. Para empezar, las personas somos la especie más social de todas, y somos los organismos que tenemos un cerebro más complejo y desarrollado, especialmente en los aspectos más sofisticados de la vida mental, como el lenguaje, el raciocinio y la empatía, entre otros. Somos los únicos que podemos evocar voluntariamente recuerdos pasados e imaginar futuros alternativos, y ajustar nuestro comportamiento actual a las metas que queremos conseguir. Si todos los mamíferos sociales con un cerebro lo bastante complejo educan mínimamente a sus descendientes, en nosotros este proceso alcanza su máxima expresión, hasta el paroxismo. Además, las personas no solo enseñamos estrategias básicas de supervivencia, como, por ejemplo, la manera de coger la comida o de defendernos de los peligros, sino que, a través de la educación, transmitimos también, o, mejor dicho, transmitimos muy espec