EL TORRENTE
Iluminación tan divina va siempre unida a la juventud y la fecundidad; y
en verdad que Napoleón fue uno de los hombres más fecundos que pasaron nunca por la tierra.
Goethe
I
Inmensos muros blancos, de cimas dentadas, se recortan sobre el azul de la mañana. Centelleantes de nieve, peligrosos como la aventura, se levantan los Alpes amenazadores por encima de la bahía, burlándose de los hombres que hormiguean a sus pies: obstáculo simbólico puesto por la naturaleza en el camino de Buonaparte, entre el país de sus abuelos y su nueva patria.
Buonaparte, para quien la inteligencia prevaleció siempre sobre la fuerza, no ha reflexionado en vano, durante tantos años, sobre el problema del paso de los Alpes. Aníbal los atravesó; él quiere rodearlos. Para atacar a este enemigo en su punto más débil, allí donde el Apenino se le junta y abre un angosto paso, conviene no esperar el verano. Cuanto menos avanzada la estación, más dura la nieve y menos temibles los aludes. Esperar sería perderse. No porque el ataque enemigo sea inminente: adormilados en sus cuarteles de invierno, los austriacos al este y los sardos al oeste de Lombardía, las numerosas republiquitas y principados, restos de una Italia desmembrada, no esperan al enemigo antes del deshielo. Pero los soldados franceses tienen hambre. París, amenazado de ruina por la desvalorización de la moneda, solo envía irrisorios asignados, inmediatamente absorbidos por los proveedores del ejército. «Francia se estremecería —escribe un general poco tiempo antes de la llegada de Buonaparte— si supiese el número de los que aquí mueren de hambre y de enfermedades». En estas condiciones, ¿qué podría hacer un nuevo jefe, que no trae ni pan ni dinero?
—Soldados; están desnudos y mal alimentados; mucho les debe el Gobierno pero, por ahora, no puede darles nada; la paciencia y el valor que muestran en medio de estas rocas son admirables, pero no les proporcionan la menor gloria ni provecho. Yo quiero conducirlos a las más fértiles llanuras del mundo. Ricas provincias y grandes ciudades quedarán en su poder. En ellas encontrarán honor, gloria y riqueza. ¡Soldados de Italia!, ¿será posible que carezcan de valor y de constancia?
Un débil murmullo se levanta, a guisa de respuesta, en las filas así apostrofadas tras haberles pasado revista por primera vez. Aquella noche, en los vivaques, se dice: «No tiene aspecto de hombre fuerte este mozo de tez amarillenta; es cierto que sabe hacer frases bonitas sobre las llanuras fértiles, pero que nos dé antes zapatos con que ir a ellas». No de otro modo hablaba el pueblo de Israel cuando Moisés hacía espejear ante sus ojos el prodigio de la tierra prometida.
El general solo encuentra oposición. Pero, realmente, ¿quién le conoce en aquel ejército inmovilizado desde hace tres años en medio de las montañas? Una cuarta parte de los soldados se halla en los hospitales, otra cuarta parte ha muerto, ha caído prisionera o ha desertado. ¿Y los oficiales? ¿No es natural que, en lugar de ponerse fielmente a su servicio, solo ofrezcan a aquel extranjero una sorda resistencia, como lo hicieran ya sus jefes en Auxonne?
Con sus cabellos empolvados y cortados en ángulo recto por debajo de las orejas, pero cayendo por detrás sobre los hombros, vestido con un uniforme apenas bordado, Buonaparte, sentado ante una mesa, escribe y calcula; o bien, en pie, pasea de arriba abajo, dictando sus órdenes en un francé