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Lily Murgrave alisó los guantes que tenía apoyados encima de su rodilla, y con gesto nervioso dirigió una mirada rápida a quien ocupaba el sillón que tenía enfrente. Había oído hablar mucho de Hércules Poirot, el famoso investigador, pero ésta era la primera vez que lo veía en vivo y en directo. El cómico, casi ridículo aspecto del caballero modificaba la idea previa que se había forjado de él ¿Podría haber llevado a cabo, en realidad, las cosas maravillosas que se le atribuían con aquella cabeza de huevo y esos bigotes desmesurados?
Curiosamente Poirot estaba absorto en una labor verdaderamente infantil: amontonaba pequeños dados de madera, de diversos colores, uno sobre otro, y la tarea parecía demandar una atención mayor que la conversación. Sin embargo, cuando Lily guardó silencio él la miró agudamente.
—Continúe,mademoiselle, por favor. La escucho; esté segura de que la escucho con interés.
Enseguida volvió a apilar los dados de madera. La muchacha reanudó la historia, terrorífica, violenta, pero su voz era serena e inexpresiva, y su narración tan precisa, que parecía al margen de todo vestigio de humanidad.
—Confío —observó Lily al terminar— que me habré expresado con claridad.
Poirot hizo un gesto afirmativo y enfático repetidas veces. De un manotazo derribó los dados diseminándolos sobre la mesa, y luego se recostó en el sillón, unió las puntas de los dedos y fijó la mirada en el techo.
—Veamos —dijo—, a Ruben Astwell lo asesinaron hace diez días, y el miércoles, o sea antes de ayer, la policía detuvo a su sobrino Charles Leverson. Lo acusan de los hechos siguientes… si me equivoco en algo, dígalo,mademoiselle: hace diez días, Ruben escribía, sentado en la habitación de la torre, su sancta sanctórum. El señor Leverson llegó tarde y abrió la puerta con su llave. El mayordomo, cuya habitación