: Manuel Avilés
: El gato tuerto
: Editorial Alrevés
: 9788418584916
: Narrativa
: 1
: CHF 6.20
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 240
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
¿Qué es el amor? ¿Hasta dónde llegan los límites de la lealtad? ¿Y los de la verdad y la mentira? ¿De cuántas maneras distintas puede interpretarse una misma realidad? ¿De qué modo intencionado puede retorcerse un hecho para llegar a convertir a las víctimas en culpables y a los culpables en víctimas? Itziar, la protagonista de esta novela, no lo sabe, hay muchas cuestiones judiciales, demasiados matices que se le escapan de su propia historia, pero lo que debe asumir es que su vida, en apariencia feliz y tranquila, ha dado un vuelco radical a causa de la acusación vertida contra su marido, Alberto. Una acusación que lo llevará a la cárcel y que dejará en el camino a dos víctimas ciertas, sus hijos, y a su familia rota. Es así como lo que fue una historia de amor que comenzó en La Habana entre música y ron en un local llamado igual que esta novela, terminará convirtiéndose en una trama absorbente que reflexiona en voz alta sobre nuestro sistema judicial y carcelario, los resbaladizos límites de la inocencia y la culpa y la falta de empatía de unos procedimientos que no tienen en cuenta, en muchas ocasiones, la ética, la verdad estricta ni, mucho menos, los sentimientos de quienes se ven atrapados en sus engranajes.

Manuel Avilés ha sido funcionario del Cuerpo Especial de Instituciones Penitenciarias, desempeñando entre otros puestos de trabajo la Dirección de los Centros Penitenciarios de Nanclares de la Oca, Valencia y Palma de Mallorca. Se ha dedicado muchos años a combatir el terrorismo etarra y ha recibido entre otras distinciones la Medalla al Mérito Penitenciario, la Medalla al Mérito de la Policía y la Medalla al Mérito de la Guardia Civil. Tras cuarenta años de servicio, descreído de muchas cosas -la Justicia, la Administración y alguna otra estructura estatal-, se jubiló, convencido de que la vida se vive solo una vez, para dedicarse a su familia, sus perros, las motos y la literatura. Con este libro rinde homenaje a las mujeres honestas, sacrificadas y buenas personas, que son escasas y silenciosas pero nos sirven de ejemplo permanente en este mundo plagado de fantasmas, mentiras y postureo.

I


No tengo fuerzas para conducir y no quiero que Alberto conduzca. Tampoco quiero que lo haga mi hermano, que está conmigo y me apoya de manera incondicional. Míriam Carolina —ya no repetiré más sus dos nombres—, mi amiga, profesora de inglés en mi colegio, se ha ofrecido a llevarnos en su coche. Es la persona que desde el primer momento me está apoyando, es mi paño de lágrimas —muchas lágrimas, más de las que le desearía a cualquiera—. Ella está siempre cerca. Con ella comparto confidencias, duelos, algunas risas —muy pocas, dado el infierno en que me muevo ahora—, opiniones y también enfrentamientos acalorados, porque ella se empeña en llevarme la contraria en muchas de mis convicciones y sobre mi manera de afrontar la realidad. Le agradezco que me contradiga con confianza y con buena intención porque, aunque me manifieste molesta y peleona, sé de sobra que es más objetiva que yo, que ve el problema desde fuera y me ayuda a tener una visión distinta, la de una mujer inteligente, formada y que me quiere.

Míriam es el espíritu crítico, imposible para mí en esta situación, que me obliga a poner los pies en el suelo incluso arrastrándome hasta él cuando me voy por las nubes. Es el hombro sobre el que lloro y sobre el que me resisto a aceptar lo que me ha pasado, sobre el que niego una y otra vez la tragedia en que me encuentro metida, rodeada por el desastre que me sobrepasa, como sobrepasado está quien se ahoga en un río embravecido y turbulento sin posibilidades de escapar. Tal vez fui demasiado confiada, tal vez no estuve suficientemente alerta para detectar alguna conducta de «tonteo» que se convirtió en más grave, tal vez debí vigilar más estrictamente esos sitios que se prestan a generar amistades peligrosas; tal vez no supe que los cubanos, los caribeños en general, son genéticamente así, que allí les llaman «pinga dulce» —¡qué grosería…, porque atacan a todo lo que se mueve!—, pero eso allí lo ven normal; tal vez son gente de otra cultura y aquí, en este caso que es el mío, el choque cultural se ha producido ocasionando un desastre mayúsculo. Tal vez… Ahora no valen las lamentaciones ni intentar reconstruir una realidad que es inamovible y sobre la que no cabe dar marcha atrás. Ahora vamos camino de la cárcel sin remedio, y eso evidencia que es imposible volver a donde estábamos antes de que todo esto sucediera.

El silencio en el corto viaje se puede cortar con un cuchillo. No nos miramos ni nos dirigimos la palabra, aunque tengamos muchas cosas de que hablar que bullen imparables y desordenadas por dentro y solo se exteriorizan en las lágrimas que soy incapaz de contener. Lucho por aparentar tranquilidad, pero las lágrimas molestas, involuntarias, imparables y silenciosas, me delatan sin remedio.

Las calles empiezan a estar bulliciosas, se suceden los clásicos atascos que todo el mundo achaca a los autobuses escolares. Los niños, los colegios… Mi colegio es el sitio maldito en el que se ha fraguado todo. ¿Qué culpa tiene el colegio? La culpa es de algunas personas que se han movido en él. ¿Alberto también? Me resisto a creerlo. No sé si he perdido el norte. Por mucha sentencia firme, por mucha decisión del Tribunal Supremo, yo sé la verdad y no me muevo de ella.

Enfilamos la autovía de Madrid atascada de coches y camiones. No hemos conducido ni seis kilómetros cuando un cartel, negro sobre blanco, nos avisa de nuestro destino lúgubre y duradero: «Centro Penitenciario de Alicante Cumplimiento», en el polígono Pla de la Vallonga. A los lados de la carretera que atraviesa el polígono hay naves industriales de todos los pelajes, desguaces, talleres, bares oportunistas y hasta una Inspección Técnica de Vehículos. Incluso alguna casa de lenocinio tendrá que haber por aquí, que en estos sitios ha de haber lugares habilitados para que los señores se alivien. Más le habría valido a este pazguato haber usado alguna señora de pago si no tenía bastante conmigo, que nunca le he negado nada, que de desagradecidos está el mundo lleno, en lugar de meterse en este follón endemoniado.

Girando a la izquierda hay una gasolinera y, al final de una recta kilométrica, flanqueada por matojos descuidados, en medio de un erial con una sierra pelada como fondo, se encuentra la cárcel. Parece un poblado desértico, polvoriento, marrón, entre neblina, como los de las películas del Oeste para lo que solo faltan unas bolas de