: Dylan Thomas
: Cuentos completos
: Nórdica Libros
: 9788419320483
: 1
: CHF 11.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 560
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Cuentos completos reúne todos los relatos de Dylan Thomas en una cuidada edición, con excelente traducción de Miguel Martínez-Lage y con presentación de Manuel Vicent. Esta recopilación de todos los cuentos de Dylan Thomas, que van cronológicamente desde los relatos oscuros y casi surrealistas de su juventud hasta celebraciones de la vida tan gloriosamente ruidosas como «Navidades infantiles en Gales» y «Con otra piel», traza el progreso del llamado Rimbaud de Cwmdonkin Drive hacia su dominio del lenguaje cómico. Aquí también hay historias escritas originalmente para la radio y la televisión y, en un breve apéndice, las piezas de juventud publicadas por primera vez en Swansea Grammar School Magazine. Un punto culminante de la colección es el «Retrato del artista cachorro», un vívido collage de recuerdos de su infancia en Swansea que combina el lirismo de su poesía con el brillo y el humor astuto.

Dylan Thomas (Swansea, Gales, 1914 - Nueva York, 1953). Poeta galés en lengua inglesa. Durante un tiempo trabajó como periodista para el South Wales Evening Post y durante la Segunda Guerra Mundial, como guionista para la BBC. Escribió también guiones radiofónicos y cinematográficos. Se dio a conocer como poeta con Dieciocho poemas (1934). Defendió sus concepciones estéticas en Retrato del artista cachorro. Murió en Nueva York el 9 de noviembre de 1953; sus últimas palabras fueron: «He bebido 18 vasos de whisky, creo que es todo un récord.»

EL ÁRBOL

Sobre la casa que miraba a las colinas de Jarvis, a lo lejos, se alzaba una torre donde anidaban las aves diurnas, una torre en torno a la cual merodeaban de noche las lechuzas. Desde el pueblo se avistaba en el ventanuco de la torre una luz como de luciérnaga tras las vidrieras, pero el interior del cuartucho sobre el que anidaban los gorriones pocas veces estaba iluminado. Del techo deslucido pendían las telarañas; desde la ventana se divisaban veinte millas a la redonda, y sus rincones polvorientos, con sus huellas de aves, albergaban algún secreto.

El niño se sabía la casa palmo a palmo, se sabía de memoria los prados irregulares y el cobertizo repleto de flores que sobresalían de los tiestos, pero no lograba encontrar una llave que abriese el portón de la torre.

La casa cambiaba al compás de sus caprichos; un prado podía tornarse mar, orilla o cielo. Cuando un prado se convertía en una triste milla marítima y él surcaba navegando en una flor la superficie quebrada de las olas, del cobertizo asomaba el jardinero como si saliera de un islote de matojos. También asido a un tallo, el jardinero se hacía a la mar. A horcajadas de un escobón podía volar hasta donde el niño quisiera. El jardinero conocía todas las historias desde que el mundo era mundo.

—Al principio había un árbol —decía a veces.

—¿Cómo era el árbol?

—Como aquel, donde está piando el mirlo.

—Un halcón, es un halcón —exclamaba el niño.

El jardinero levantaba la vista hacia el árbol y veía un gigantesco halcón encaramado en una rama, o un águila que se mecía al viento.

El jardinero adoraba la Biblia. Cuando el sol declinaba y el jardín se llenaba de gente, solía sentarse en el cobertizo a la luz de una vela y leía el pasaje del primer amor y la leyenda de la manzana y la serpiente, pero el trozo que más le gustaba era el de la muerte de Cristo en un madero. A su alrededor, los árboles formaban un cerco, y los tonos de sus cortezas y el fluir oculto de la savia por las raíces le avisaban del paso de las estaciones. Su mundo cambiaba al ritmo con que mudaba la primavera la desnudez del follaje. De aquella tierra en forma de manzana nacía su Dios como un árbol que diera brotes a sus hijos, y que los dejara a merced de las brisas del invierno, que se los llevarían a la deriva. El invierno y la muerte se movían en un mismo viento. El jardinero, sentado en su cobertizo, leía el pasaje de la crucifixión mientras contemplaba los tiestos en el alféizar las noches de invierno. En noches como esas daba en pensar que el amor de bien poco vale, y que muchos de sus hijos se tronzan.

En sus juegos, el niño transfiguraba los prados que acariciaba el viento. El jardinero le llamaba por el nombre de su madre; sentándoselo sobre las rodillas, le contaba las maravillas de Jerusalén y el nacimiento en el pesebre.

—En el principio érase la aldea de Belén —le susurraba al niño antes de que la campanilla le reclamase para merendar.

—¿Dónde está Belén?

—Muy lejos —decía el jardinero—. En Oriente.

Por Oriente se alzaban las lomas de Jarvis y ocultaban el sol al tiempo que los árboles dibujaban la luna entre los herbazales.

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