Noviembre de 2019
Cinco días después de su muerte, Flora seguía viniendo a la librería. Todavía no soy estrictamente racional. ¿Cómo podría serlo? Me dedico a vender libros. Aun así, me resultaba difícil aceptar la verdad del asunto. Flora se presentaba cuando la librería estaba vacía, siempre en mi turno. Sabía cuáles eran las horas más tranquilas. La primera vez que sucedió, acababa de enterarme de la triste noticia y me alteraba con facilidad. Oí un murmullo y luego un susurro al otro lado de las altas estanterías de Ficción, su sección favorita. Ávida de un poco de sentido común, cogí el teléfono para enviar un mensaje de texto a Pollux, pero ¿qué le iba a decir? Dejé el móvil, respiré hondo y lancé una pregunta a la tienda vacía. ¿Flora? Se oyó el sonido de unos pies arrastrándose. Su paso liviano y silencioso. Siempre vestía prendas de un tejido que hacía un leve frufrú: chaquetas de seda o nailon, acolchadas en esta época del año. También sonó el apenas perceptible tintineo de unos pendientes en sus lóbulos de doble perforación, y el ruido amortiguado de sus numerosas pulseras sugestivas. De alguna manera, la familiaridad de esos sonidos me calmó lo suficiente como para continuar. No entré en pánico. Quiero decir, yo no tenía la culpa de su muerte. Ella no tenía motivos para estar enfadada conmigo. Pero no volví a dirigirme a ella y no estaba a gusto trabajando detrás del mostrador mientras su espíritu revoloteaba por la librería.
Flora murió el 2 de noviembre, el Día de los Fieles Difuntos, cuando el velo entre los mundos es delgado como un pañuelo de papel y se rompe con facilidad. Desde entonces, ha estado aquí todas las mañanas. Ya es bastante inquietante que se muera un cliente habitual, pero la obstinación de Flora por negarse a desaparecer comenzó a irritarme. Aunque me lo figuraba. Me figuraba queiba a rondar la tienda. Flora era una lectora abnegada, una voraz coleccionista de libros. Nuestra especialidad son los libros de nativos norteamericanos —por supuesto, su principal foco de interés—. Pero aquí viene la parte molesta: era una acosadora de todo lo indígena. Quizá «acosadora» sea una palabra demasiado fuerte. Digamos, más bien, que era unawannabe, una quiero y no puedo.
La palabra no aparece en mi viejo diccionario. Era una jerga de la época, pero parece que se convirtió en un sustantivo a mediados de los setenta.Wannabe viene dewant to be, «quiero ser», como en esta frase que he escuchado tantas veces en la vida: «Yo quería ser indio». Suelen decirla personas que quieren que te enteres de que de niños dormían en un tipi hecho con mantas, luchaban contra vaqueros y ataban a una hermana a un árbol. La persona se siente orgullosa de haberse identificado con un desvalido y busca alguna ratificación de un indígena de verdad. Hoy en día asiento con la cabeza e intento venderle un libro, aunque los que vienen con ese cuento casi nunca compran ningún libro. De todos modos, yo les ponía en las manosEverything you Know about Indians is Wrong4 de Paul Chaat Smith.Wannabe, «quiero y no puedo». En su forma más ferviente, este irritante impulso de «yo quería ser indio» se convierte en una especie de trastorno de la personalidad. Se convierte en un sustantivo descriptivo si esta fascinación persiste en la edad adulta. Con el tiempo, Flora acabó desapareciendo en su grave, inexplicable, persistente y autodestructivo delirio.
Flora le contaba a la gente que había sido india en una vida anterior. Al menos, eso repetía al principio. No había argumento alguno capaz de quitarle esa idea de la cabeza. Más tarde, una vez que asumió que «india en una vida anterior» era un tópico muy ridiculizado, cambió de discurso. De pronto, descubrió a una bisabuela tenebrosa y me mostró la fotografía de una mujer sombría con un chal.
La mujer de la foto parecía india, o también podría ser que estuviera de mal humor.
—Mi bisabuela se avergonzaba de ser india. No hablaba mucho de ello —explicó Flora.
Esta abuela avergonzada era otro estereotipo identitario habitual