: Gustavo Martín Garzo
: El país de los niños perdidos
: Ediciones Siruela
: 9788419419507
: Las Tres Edades
: 1
: CHF 8.70
:
: Kinderbücher bis 11 Jahre
: Spanish
: 224
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
¿Adónde van los niños que fuimos una vez? ¿Se refugian en lugares olvidados del mundo a los que, por mucho que nos empeñemos, no podremos volver? En este libro se habla de lugares así, pero también de una charca donde se esconden los amigos invisibles de los niños reales, de un acantilado donde un misterioso ser sigue conservando, como Peter Pan, su naturaleza de pájaro, de una isla habitada por bebés que se niegan a nacer por considerar humillante que sus madres tengan que cambiarles los pañales, de un bosque habitado por unos hombrecillos verdes que se confunden con la vegetación y que conocen el secreto de la felicidad. Gabriel, el protagonista de este libro, es un niño al que le encanta escuchar las historias que le cuenta su madre a la hora de acostarse. Una noche, el dragón de una de esas historias se presentará en sus sueños y lo llevará a conocer todos estos lugares. El País de los Niños Perdidos nos enseña que no debemos mantener separado el mundo real del de la fantasía. La realidad necesita de la fantasía para volverse deseable; la fantasía de lo real para poderse compartir con las personas que amamos. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

GUSTAVO MARTÍN GARZO (Valladolid, 1948) es uno de los más prestigiosos escritores de la literatura española contemporánea. Ha recibido entre otros premios el Premio Nacional de Narrativa, el Premio Miguel Delibes o el Premio Nadal. En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Tres cuentos de hadas.

CAPÍTULO 11
La reina del bosque

Gabriel no veía a la niña, sino solo la llamita que debía de llevar en el hueco de sus manos. Tampoco veía a los niños que estaban con ella. Veía sus sombras blancas flotando a su alrededor, pero a ellos no los veía. Algunos estaban en las copas de los árboles, colgando de las ramas como monitos.

—Se han puesto muy contentos al verte —le dijo Lucecita a Gabriel—. Hace años, a todas horas jugabas con ellos. ¿No te acuerdas?

Gabriel recordó que, cuando era pequeño, había tenido, no un único amigo invisible, sino, al menos, una docena. Les llamaba los Gabrieles, y le seguían a todos los sitios. Sobre todo, cuando se hacía de noche y se quedaba solo en su cama. Entonces, venían a su cuarto para acompañarle. No sabía decir cuántos eran, que unas veces eran tres, otras siete, y hasta una vez por lo menos veinte, que menudo lío se armó, ya que empezaron a jugar con la almohada y la ropa de cama y armaron tanto jaleo que hasta su padre se despertó y tuvo que ir a su cuarto a ver qué pasaba. Claro que no vio a los Gabrieles, que solo él podía ver, sino que todo el cuarto estaba revuelto como si hubiera pasado por allí una manada de búfalos. Pero esto solo pasó una vez, pues, por lo general, los Gabrieles eran muy tranquilos y no se notaba que estaban allí. Todos eran como él, y cuando venían a verle era como si se viera a sí mismo repetido en distintos lugares: encima del armario, sentado en el alféizar de la ventana, o debajo de la cama. Todos a la vez, como en esas casetas de feria en que ves tu imagen repetida en multitud de espejos.

Nada les gusta más a los niños invisibles que el que los niños reales les cuenten historias, ya que los niños que no existen no saben lo que es tener madre, ni tienen casas, ni saben lo que es jugar con un balón, o bailar una peonza. Ni siquiera pueden comerse un helado cuando llega el verano. Por eso, cuando un niño o una niña de verdad les invita a su casa y les deja jugar con sus cosas, son los más felices del mundo ya que entonces les parece que son como ellos y que también tienen mamá, aunque sea prestada. Pero esto solo dura hasta que sus amiguitos crecen. Entonces estos se olvidan de que están ahí y ellos tienen que volver a su mundo, lo que les causa una profunda pena, ya que no hay nada más triste en esta vida que no existir.

Mientras tanto, los Gabrieles, o, mejor dicho, sus sombras blancas, habían rodeado a Gabriel y a Lucecita y celebraban su victoria sobre los bellacos que les habían atacado.

—Viva Gabriel, nuestro capitán —gritó uno.

Y todos contestaron a la vez:

—Viva, viva por siempre jamás.

Gabriel veía flotar a su alrededor las sombras de sus amigos, pues eran ligeros como la espuma y tan pronto los veía vagar por el suelo como perderse entre las ramas de los árboles. Echaba de menos su espada de palo de serpiente. Podría blandirla en su mano, y aparecer ante ellos como un capitán de verdad. Cuando viera a Adrianito, el niño con plumas se iba a enterar de lo que valía un peine. El griterío que organizaron fue tan grande que Lucecita, la reina del bosque, un poco at