CAPÍTULO 11
La reina del bosque
Gabriel no veía a la niña, sino solo la llamita que debía de llevar en el hueco de sus manos. Tampoco veía a los niños que estaban con ella. Veía sus sombras blancas flotando a su alrededor, pero a ellos no los veía. Algunos estaban en las copas de los árboles, colgando de las ramas como monitos.
—Se han puesto muy contentos al verte —le dijo Lucecita a Gabriel—. Hace años, a todas horas jugabas con ellos. ¿No te acuerdas?
Gabriel recordó que, cuando era pequeño, había tenido, no un único amigo invisible, sino, al menos, una docena. Les llamaba los Gabrieles, y le seguían a todos los sitios. Sobre todo, cuando se hacía de noche y se quedaba solo en su cama. Entonces, venían a su cuarto para acompañarle. No sabía decir cuántos eran, que unas veces eran tres, otras siete, y hasta una vez por lo menos veinte, que menudo lío se armó, ya que empezaron a jugar con la almohada y la ropa de cama y armaron tanto jaleo que hasta su padre se despertó y tuvo que ir a su cuarto a ver qué pasaba. Claro que no vio a los Gabrieles, que solo él podía ver, sino que todo el cuarto estaba revuelto como si hubiera pasado por allí una manada de búfalos. Pero esto solo pasó una vez, pues, por lo general, los Gabrieles eran muy tranquilos y no se notaba que estaban allí. Todos eran como él, y cuando venían a verle era como si se viera a sí mismo repetido en distintos lugares: encima del armario, sentado en el alféizar de la ventana, o debajo de la cama. Todos a la vez, como en esas casetas de feria en que ves tu imagen repetida en multitud de espejos.
Nada les gusta más a los niños invisibles que el que los niños reales les cuenten historias, ya que los niños que no existen no saben lo que es tener madre, ni tienen casas, ni saben lo que es jugar con un balón, o bailar una peonza. Ni siquiera pueden comerse un helado cuando llega el verano. Por eso, cuando un niño o una niña de verdad les invita a su casa y les deja jugar con sus cosas, son los más felices del mundo ya que entonces les parece que son como ellos y que también tienen mamá, aunque sea prestada. Pero esto solo dura hasta que sus amiguitos crecen. Entonces estos se olvidan de que están ahí y ellos tienen que volver a su mundo, lo que les causa una profunda pena, ya que no hay nada más triste en esta vida que no existir.
Mientras tanto, los Gabrieles, o, mejor dicho, sus sombras blancas, habían rodeado a Gabriel y a Lucecita y celebraban su victoria sobre los bellacos que les habían atacado.
—Viva Gabriel, nuestro capitán —gritó uno.
Y todos contestaron a la vez:
—Viva, viva por siempre jamás.
Gabriel veía flotar a su alrededor las sombras de sus amigos, pues eran ligeros como la espuma y tan pronto los veía vagar por el suelo como perderse entre las ramas de los árboles. Echaba de menos su espada de palo de serpiente. Podría blandirla en su mano, y aparecer ante ellos como un capitán de verdad. Cuando viera a Adrianito, el niño con plumas se iba a enterar de lo que valía un peine. El griterío que organizaron fue tan grande que Lucecita, la reina del bosque, un poco at