Capítulo I
La vela de la Galatea
Érase una vez una muchacha que nunca había salido de su casa.
Sé lo que pensaréis: que una malvada madrastra o un cruel tutor la mantenían prisionera, o incluso que una horrible maldición pesaba sobre ella.
No era así.
Era ella la que no quería salir de su mansión. ¿Para qué, si dentro tenía todo lo que podía desear?
Vivía en aquella enorme casa con la única compañía de un viejo perro de caza que ya solo cazaba ratones, y su nodriza que, fiel a su joven ama, iba y venía cada día al mercado a traer todo lo necesario para que la damita no tuviese que salir a ese exterior que tanto la aterraba.
Se había hecho mayor para las lecciones de su anciano profesor, que ya no sabía qué más podía enseñarle. La muchacha era lista, y había aprendido a leer, escribir y algunas nociones básicas de botánica y de ornitología. Sabía latín y griego, era capaz de tocar complejas piezas en el piano, tenía una caligrafía impecable y una perfecta dicción...
... Pero su mundo se acababa en la puerta del jardín. Las únicas flores que conocía eran las que allí crecían, y el pedazo de cielo estrellado que se veía por entre las ramas de los árboles y a través de la ventana de su alcoba era todo el conocimiento de astronomía que precisaba.
Puesto que nada conocía del exterior, vivía feliz en su pequeño universo, convencida de que tremendos peligros podrían ocurrirle si osaba cruzar la verja de hierro forjado.
Hasta aquel primer viernes, a finales de octubre.
Aquel día, mientras su nodriza estaba fuera, alguien tocó la campana de la reja del jardín.
La joven se asustó: ¿quién llamaba,