: Alexis Ravelo
: Los días de mercurio
: Editorial Alrevés
: 9788418584602
: Narrativa
: 1
: CHF 6.10
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 172
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En una ciudad de provincias durante la posguerra española, un camarero de pasado oscuro decide chantajear al jefe local de Falange. Lo que no imagina es lo que esa extorsión provocará en un lugar donde todos sospechan de todos y donde la traición y la venganza están a la orden del día. La violencia y la fatalidad se dan la mano en Los días de mercurio, en la que Alexis Ravelo vuelve a mostrarnos lo peor del ser humano en una novela dura, rápida e incómoda que homenajea a autores clásicos del género negro como James M. Cain y Jim Thompson.

Alexis Ravelo (1971) es un escritor calvo que nació y aún sobrevive a régimen de cervezas y bocadillos de chopped en Las Palmas de Gran Canaria. Contra todo pronóstico, ocupa un lugar relevante en la narrativa española actual. Además de novelas, ha escrito libros infantiles, volúmenes de relatos para adultos, guiones, obras teatrales y hasta el libreto de una ópera. Su primera novela fue Tres funerales para Eladio Monroy, que inaugura la serie compuesta por Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía, Morir despacio, El peor de los tiempos y Si no hubiera mañana.  La estrategia del pequinés supuso su descubrimiento por parte de la crítica y los medios nacionales. Constantemente reeditada y adaptada al cine, obtuvo, entre otros galardones, el Premio Dashiell Hammett. Tras esta novela, vinieron otras, también de semen y sangre: La última tumba (XVII Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe), Las flores no sangran (Premio Valencia Negra 2014 y también traducida al francés), El viento y la sangre, escrita con seudónimo como M. A. West, La ceguera del cangrejo (Premio Acción Cívica en Defensa de las Humanidades) o Un tío con una bolsa en la cabeza. En el 2021, fue galardonado con el Premio de Novela Café Gijón por Los nombres prestados y, en 2022, con el Premio Rana y el Premio Bruma Negra en reconocimiento a su trayectoria. Y, como siempre, sospecha que Dios está de vacaciones.

 

 

 

Si decidí chantajear a Uribe fue por dinero. No se me ocurre otro motivo para hacer algo así.

No le odiaba. Ni siquiera me caía mal del todo. Daba buenas propinas; cuando estaba de buen humor, me llamaba para preguntarme mi opinión sobre el tema de la tertulia o para contarme alguno de sus chistes de putas y marineros; alguna vez me regaló un Farias.

Pero yo necesitaba dinero, Uribe lo tenía, y yo sabía unas cuantas cosas vergonzosas sobre él. No me resultó difícil combinar esas tres circunstancias y convertirlas en una oportunidad para huir con Pilar de aquella ciudad gris donde yo llevaba un par de años llamándome Pedro y ella toda una vida convertida en un trozo de carne.

Le pedí prestada la máquina de escribir a Pepe Viera. Era una Underwood. Aún recuerdo las teclas redondas y la letram fuera de línea. Compré papel del bueno y escribí a dos dedos una breve nota acusatoria en cuya redacción puse toda la literatura que había podido aprender de las novelas de gánsteres. Por último, metí la nota en un sobre en el que había escrito su nombre.

Cerca de su casa había un callejón discreto. Allá me aposté. Sabía que su mujer y su hija iban cada tarde a rezar el rosario donde don Cosme y esperé a verlas salir para estar seguro de que Uribe estaría solo.

Me acerqué como quien da un paseo a la entrada de la casa y, cuidando de que nadie se fijara en mí, deslicé la carta por debajo de su puerta. Luego golpeé con la aldaba y seguí caminando. Por desgracia, no podía quedarme a ver la cara que pondría el pelirrojo al leerla.

 

 

 

No es difícil adivinar quién no se es.

Sé que no soy joven ni rubio ni mujer ni rico. Eso es fácil averiguarlo.

Lo difícil, lo casi imposible, es saber quién se es; mirar una foto, enfrentarse a un espejo, leer un alias escrito tras un nombre en una nota de sucesos y decir: ese soy yo.

Porque, para empezar, uno no tiene demasiado claro qué quiere decir con la palabra «yo». Pero también, y sobre todo, nunca se está completamente seguro de que ese reflejo, esa imagen, esas letras lo representen a uno.

Nunca fui muy listo. No me dediqué jamás a eso de estar horas y horas haciendo cábalas y filosofías, como hacía Viera, por ejemplo. Pero aquí el tiempo parece pasar tan despacio (sé que no es más que una impresión; que, en realidad, me queda muy poco) y hay tan pocas actividades para llenarlo que se acaba pensando demasiado y en demasiadas cosas. Y, a veces, hasta parece que esas cosas en las que se piensa son importantes.

Eso sí: el cuaderno es mío y pienso escribir en él lo que me dé la gana. No voy a tener mucho tiempo para hacerlo, así que no pienso perder la oportunidad de pensar, aunque sea a última hora.

Es necesario reflexionar sobre todo esto, para que el asunto se entienda como es debido. Para, al menos, poder entenderlo yo. Quiero decir: yo hice lo que hice y se supone que soy lo que soy, pero, en realidad, no soy el que hizo aquello, ni el que es eso que dicen que soy.

 

 

 

Alfonso Uribe era pelirrojo. Pelirrojo y rico. Y era poderoso.

Se había casado con la hija de don Marcial, dueño de la textil y de la conservera, y que, por herencia, tenía once arrendatarios en el Valle. Al morir el viejo, a Uribe le había tocado la de catorce, porque su cuñada, la beata, no entendía de negocios y dejó que el fortachón se pusiera al frente de todo. Además, era jefe local de Falange y había sido alcalde hasta el 48. Y eso le había servido para situarse todavía mejor. Luego, cuando el cargo comenzó a suponer más molestias que ventajas, había colocado en él al marido de una de sus hermanas. Así todo quedaba en familia.

Venía casi todos los días, pero nunca faltaba a su cita de los jueves con don Cosme, el cura, don Sabas, el boticario, y el cabo Fagundo, que eran sus compañeros de partida. A veces, si el cabo tenía alguna urgencia del servicio, se les unía Torres, que se pasaba la partida levantando, para vigilarme, su enorme cabezota de cornudo.

Uribe también venía los sábados, pero sin los otros tr