I
A LA MAR
Supe de esta historia por alguien a quien no le correspondía contármela, ni a mí ni a nadie. Puedo atribuir al cautivador efecto de una buena añada que el narrador iniciara su relato y, en los días posteriores, a mi propia incredulidad, escéptica, que llevara a término la peculiar crónica.
Cuando mi sociable anfitrión descubrió que me había contado en exceso y que yo manifestaba tendencia a la duda, su insensato orgullo asumió la tarea que aquella magnífica cosecha había comenzado y, de este modo, sacó a la luz pruebas documentales en forma de un mugriento manuscrito y de áridos expedientes del Ministerio de las Colonias británico para corroborar muchos de los elementos más destacados de su sorprendente narración.
No afirmaré que la historia sea cierta, dado que no fui testigo de los acontecimientos que describe; sin embargo, el hecho de que para transmitírsela a ustedes haya bautizado con nombres ficticios a los personajes principales es muestra más que suficiente de la sinceridad de mi propia confianza en que pudiera ser verídica.
Las páginas amarillentas y mohosas del diario de un hombre muerto mucho tiempo atrás y los registros del Ministerio de las Colonias encajan a la perfección con el relato de mi parlanchín anfitrión, y, por tanto, les ofrezco esta historia tal y como me fue posible ensamblarla, no sin esfuerzo, a partir de estas diversas fuentes.
Si no la consideran verosímil, al menos coincidirán conmigo en que es única, excepcional e interesante.
De los registros del Ministerio de las Colonias y del diario del finado concluimos que un joven noble inglés —a quien llamaremos John Clayton, lord Greystoke— recibió el encargo de llevar a cabo una investigación particularmente delicada de la situación en una colonia británica de la costa occidental africana entre cuyos inocentes habitantes nativos era sabido que otra potencia europea estaba reclutando soldados para sus tropas indígenas, dedicadas exclusivamente a la confiscación forzosa de caucho y marfil a las tribus salvajes de las orillas del Congo y el Aruwimi.
Los nativos de la colonia británica lamentaban que muchos de sus jóvenes eran seducidos con promesas hermosas y radiantes, pero pocos, si acaso alguno, regresaban con sus familias.
Los ingleses residentes en África iban aún más allá y afirmaban que estos pobres negros eran sometidos a una verdadera esclavitud, puesto que una vez extintos los acuerdos para su alistamiento, los oficiales blancos aprovechaban su ignorancia para convencerlos de que aún les restaban varios años de servicio.
Ante estas circunstancias, el Ministerio de las Colonias asignó a John Clayton un nuevo puesto en el África Occidental Británica, si bien sus instrucciones confidenciales eran las de llevar a cabo una investigación en profundidad del injusto tratamiento al que sometían a los súbditos británicos negros los oficiales de una potencia europea amiga. Los motivos de su desplazamiento resultan, no obstante, de escasa relevancia para esta historia, dado que nunca llevó a cabo una investigación ni, de hecho, alcanzó jamás su destino.
Clayton era del tipo de ciudadano inglés que uno tiende a asociar con los más nobles monumentos que celebran las hazañas históricas en un millar de