: Elisenda Julibert
: Hombres fatales Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine
: Acantilado
: 9788419036230
: 1
: CHF 7.10
:
: Essays, Feuilleton, Literaturkritik, Interviews
: Spanish
: 176
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
De las muchas criaturas fabulosas que han poblado la literatura y el cine, la mujer fatal es una de las más recurrentes y proteicas de los dos últimos siglos, si bien forma parte de una antigua estirpe que se remonta hasta la inconstante Helena clásica que motivó la guerra de Troya o la temeraria Eva bíblica que condenó a la humanidad entera. A través del análisis de personajes literarios-de Carmen a Lolita-o cinematográficos-la Madeleine de «Vértigo» y la Conchita de «Ese oscuro objeto del deseo»-, la autora examina el mito de la temible «femme fatale» partiendo de un cambio de perspectiva: ¿y si, más que atestiguar el carácter funesto de ciertas mujeres, el estereotipo delatase una representación del deseo masculino singularmente aciaga? Como en una trama de intriga, este libro invita al lector a seguir la pista de los hombres que hay detrás de esas mujeres míticas, a las que la tradición ha señalado quizá tan sólo para desviar la atención y ocultar las pruebas más cruciales.

Elisenda Julibert (Barcelona, 1974) estudió Filosofía y trabaja desde hace más de dos décadas en editoriales. Ha traducido del francés a George Sand, Guy de Maupassant, Marcel Proust, Albert Camus y Claude Lévi-Strauss, y del inglés a Sylvia Plath, Zygmunt Bauman o Simon Critchley. Actualmente es editora de mesa y esporádicamente escribe en la revista «ctxt» y traduce.

INTRODUCCIÓN


LA SUSANA DE GENTILESCHI


Para mí, sólo hay dos clases de mujeres: diosas o felpudos.

PABLO PICASSO

(segúnFRANÇOISE GILOT,

Vida con Picasso)

La glorificación del carácter femenino trae consigo la humillación de todas las que lo poseen.

THEODOR W. ADORNO,

Minima moralia

Quien viaja por Europa y, como tantos otros turistas, ya sea por auténtico interés, por sentido del deber o—como me ocurre a mí—por falta de imaginación, visita los principales museos de las ciudades adonde va a parar, al cabo de los años termina percatándose de que en la pintura occidental hay una serie de temas que se repiten o de personajes que reaparecen a lo largo de dilatados períodos y diversos estilos: la Anunciación, la Pasión, la Crucifixión, la Última Cena, o bien Diana, Venus, Leda y el cisne, Apolo y Dafne, así como infinidad de batallas que, según a mí ha acabado pareciéndome, son todas la misma. Y es muy posible que al cabo de los años, tras visitar diversas ciudades y museos, aprenda a reconocer los temas precisamente por la repetición de ciertas figuras. Advertirá entonces que muchas obras representan una variación que ya identifica y disfruta a fuerza de ver cuadros, porque habrá observado con frecuencia, por ejemplo, a un grupo de hombres congregados en torno a Jesús, uno de los cuales hunde el índice, a veces con expresión de asombro, otras de incredulidad, en el costado del crucificado, cuya actitud también varía en las distintas representaciones, y en ocasiones (sobre todo a partir del Barroco) él mismo lleva la mano del incrédulo hasta la llaga; o a un joven que unas veces corre tras una muchacha cuyos brazos se ramifican y otras simplemente la contempla tratando de abrazarla mientras sus preciosos pies echan raíces en el suelo o sus suaves muslos se desfiguran en un tronco nudoso. Los innumerables cuadros expuestos en las paredes de los museos reelaboran un determinado repertorio de temas, y uno de ellos—en el que tal vez no se haya reparado porque, aunque persistente, es algo más discreto—es el de Susana y los viejos, que, como muchos otros, está inspirado en las Escrituras, más concretamente en un pasaje del Libro de Daniel que sólo se encuentra en la versión griega de la Biblia conocida como Septuaginta (Daniel13,1-64).

Cuenta el relato bíblico que Susana era una joven muy bonita a la que desposó Joaquín, un judío próspero que vivía en Babilonia. El palacio de este hombre rico poseía unos grandes jardines a los que acudían por las mañanas sus conciudadanos a resolver conflictos, dado que allí solía encontrarse a los dos ancianos a quienes la ciudad, confiando en su sabiduría, había nombrado jueces. Al mediodía, cuando todo el mundo se retiraba, Susana aprovechab