Por la mañana, el timbre de la puerta sonó tímidamente a eso de las once. Yo andaba en mi habitación, intentando que la cama tuviera un aspecto presentable, cuando Charlotte me gritó desde abajo que alguien venía a buscarme. Era Julien, claro, así que corrí escaleras abajo, tropecé en uno de los últimos peldaños y aterricé a los pies de mi asombrado vecinito. Para entonces, Charlotte ya había comenzado un hábil interrogatorio al que el pobre chico iba respondiendo con su acostumbrado entusiasmo. Julien me estrechó la mano ceremoniosamente, como si fuéramos dos hombres de negocios a punto de celebrar una importante reunión. No logré liberarle de las garras de Charlotte hasta que hubo confesado que su madre trabajaba en unos grandes almacenes y que él pasaba la mayor parte del día solo en casa. Después subimos a mi cuarto.
Julien era bastante más bajito que yo, y con aquellos abundantes cabellos de color zanahoria parecía uno de esos hermanos gemelos que salen a veces en las historietas, Zipi o Zape, no sé. En seguida se sentó en mi cama (con lo que deshizo en un segundo diez minutos de minucioso trabajo) y me preguntó si tenía algún juego. Le mostré mis automóviles en miniatura y aquel laberinto de madera, regalo de Charlotte, donde una bolita de acero se empeñaba en colarse obstinadamente en todos los agujeros del camino. Julien forcejeó un poco con el dichoso laberinto y lo abandonó en seguida, convencido de que a cualquier individuo normal le resultaría imposible deslizar la bola más allá de diez o doce centímetros. Entonces le enseñé unos hombrecitos de plomo que solía yo pintar en España, con infinita paciencia, y también mis colecciones de cromos, sellos y estampas. Nada pareció interesarle demasiado, desde luego, y hasta creo que me miraba con una especie de piedad. Cuando vi que comenzaba a aburrirse, le propuse que nos deslizáramos por la escalera, que buscásemos un buen escondite, que bajáramos a jugar al fútbol...J'ai pas envie (no me apetece), decía una y otra vez. Sólo aceptó que nos lanzásemos la pelota de un extremo a otro de la habitación, con evidente peligro para cuadros y lámparas. Era un entretenimiento prohibido, desde luego, pero yo ya no sabía qué hacer para divertirle.
Al cabo de un rato retuvo en sus manos la pelota y me preguntó si no me gustaría subir a su casa. Acepté inmediatamente: a esas alturas tenía ya la impresión de estar decepcionándole de un modo lamentable. También Charlotte pareció bastante aliviada ante ese proyecto, sobre todo porque con nuestros juegos «salvajes» le estábamos estropeando la mañana.
La casa de Julien era aún más antigua y destartalada que la nuestra, y los peldaños que subían hasta su piso estaban tan desgastados que daban la impresión de haberse derretido en el centro, por efecto de alguna espantosa ola de calor. Como en el edificio vivían otras tres familias, las puertas de cada apartamento habían sufrido peripecias distintas y estaban pintadas de colores que iban desde el marrón roñoso al negro alquitrán, y, al igual que esos viejos caballos llenos de cicatrices, todas mostraban en el exterior las huellas de antiguas mirilla