De cómo un ciego tuvo noticia de su antiguo guía
Sepa, señor, que a mí me llaman Juan Barril, nací en Alcalá hace más de medio siglo y soy ciego de nacimiento. Mi padre fue mulero, curtidor, sacamuelas y capador de guarros, y mi madre artista de fama. De ella debo decir que fue mujer con muchas gracias y dulces encantos. Atraídos como moscas a la miel, los hombres la vitoreaban, jaleaban sus bailes, coreaban sus meneos y hacían cola para saludarla en el camerino. «Juanito, hijo —me decía—, espérame fuera mientras atiendo a mis admiradores.» Entraban en el cuarto de uno en uno y tardaban un rato en salir. Yo entonces era niño inocente de seis años. Digo esto de mi madre sin ánimo de entrar en disputas, que bastante discutía ella con mi padre sobre si yo era retoño legítimo o hijo putativo. ¿No dice el evangelio que todos somos hijos de Dios y de nuestras obras? El caso es que la peste negra se los llevó a los dos cuando yo tenía ocho años y entonces yo me vi huérfano y hambriento. Salí a la calle y tendí la mano. Desde ese día pido limosna en atrios, plazas y caminos.
Los ojos, señor, solo me sirven para llorar, pero Dios me dio oídos de murciélago. Mendigaba una mañana en la calle de la Fruta, despatarrado en el suelo, con el sombrero de las limosnas entre mis piernas andariegas, cuando sentí pasos de dos caminantes ricos. Eran ricos, supuse, porque pisaban con aplomo y elegancia. Los pobres, en cambio, andan más desbaratados y son más ruidosos en todo, hablan a voces, ríen con alboroto, bostezan recio, comen con chasquidos y ventosean con estruendo.
No habían dado las ocho en el reloj de la catedral y ya pregonaba yo mi necesidad.
—¡Una limosna para este malhadado ciego!
Aunque la caridad se ha subido al cielo, tengo bien probado que las horas de la mañana son las más favorables para la compasión. Será que el sueño de la noche no solo repone las fuerzas perdidas, sino que limpia y purga el corazón. A mediodía, en cambio, las gentes se vuelven rácanas y al anochecer son tan despiadadas que no dan ni el saludo.
Era, pues, de buena mañana y se acercaban pisadas de rico, así que alargué la mano limosnera, puse en blanco mis negras pupilas y clamé con voz menesterosa:
—¡Señores, por caridad, socorran a este pobre ciego!
Los hombres ricos tienen la destreza de hacer dos y tres cosas a la vez: conversan sin perder el hilo, arrojan dos monedas y caminan con su compostura habitual. Sentí que los pasos de los dos caballeros se frenaban delante de mí y percibí frufrú de ropas. Oí tintineo de ochavos, cuartos y reales: la alegre música del dinero. Al tiempo que en mi desastrado sombrero caían dos blancas, en mis oídos de viejo se escurrió un nombre inolvidable.
—… Lázaro de Tormes…
¿Lázaro? ¿Habían dicho Lázaro de Tormes? ¡Puto de mí! ¿Por ventura se referían a Lázaro González Pérez, hijo del molinero Tomé y de la lavandera Antona, nacido en una aceña del río? ¡Mal haya su memoria! ¿Hablaban de aquel bribón que hacía más de veinte años me guió por caminos y pueblos de las dos Castillas? ¿No se lo había llevado el diablo?
En trances de turbación no soy dueño de mis párpados. La confusión y el miedo los agitan como dos abanicos, las pupilas s