LENON
El día en que Lenon decidió quitarse la vida, había desayunado fuerte. Aunque lo normal hubiese sido que tomara café con unas palmeras de las que compraba a granel.
La noche anterior, al acostarse, había comenzado a rondarle la idea del suicidio poco antes de que en el reloj de la iglesia diesen las dos. Cuando por fin se durmió, no solo había tomado la decisión, sino también cuándo y, sobre todo, dónde habría de hacerlo. Cerraría el círculo. Después de eso, durmió de un tirón, sin las pesadillas habituales.
Cuando despertó se sentía sereno y aliviado. Sin razón aparente, recordó que en la nevera tenía huevos y panceta. Y comió con apetito a pesar de que el tocino estaba bastante rancio.
Tenía las ideas claras: esa noche, a las doce en punto, se subiría a lo alto del puente y se lanzaría a la ría.
Se vistió con calma y remató la faena con la chupa negra de cuero; parecía como si la hubiera sacado de un cubo de basura. Echó una ojeada antes de salir y consideró que la casa estaba en orden. En el fregadero no cabía un cacharro más. No se explicaba de dónde había salido tanto trasto.
La mecedora instalada al lado de la mesa de la cocina se movía despacio. Muchas veces dormía allí. Su difunta madre también lo hacía cuando se quedaba esperando a que él llegara. Y eso que solía volver muy tarde, o incluso varios días después.
Desde que la Chata lo abandonó no tenía con quién hablar. Tampoco le importaba demasiado. Ella se pasó los dos años que vivieron juntos quejándose de esto y de lo otro; lo llamaba borracho cada dos por tres. Y por ahí podía pasar diez o doce veces, pero no cuarenta mil. “¡Borracho inútil!”, le gritaba. Y bastó que una vez, una sola, él la llamarapipota –que era como de niño llamaban a las narigonas–, para que la otra cogiera sus cachivaches y se largara en dirección a lamansión de sus hijas. “Vas a insultar a tu puta madre”, le dijo. Como si su bendita madre tuviera algo que ver con el caso.
Cogió una goma del único cajón de la cocina que tenía tirador y se hizo una coleta; luego, se puso también las gafas de sol con espejo que había encontrado cerca de la playa. Daría un paseo hasta el puerto. Y trataría de no pensar en lo que irremediablemente iba a suceder a las doce.
Los bares del puerto eran caros y estaban llenos de gente pija. Las tabernas que a él le gustaban, donde uno podía fumarse un canuto y tomarse unas birritas tranquilo, habían desaparecido. Y con ellas, también toda esa gente que, como él, disfrutaba frecuentándolas. Ya no conocía a nadie. A él, en cambio, lo conocía todo cristo. Lenon era una especie en vías de extinción. Una ruina que nadie querría conservar.
Se paró en el único banco en sombra que había frente al bar Kresala a esperar la llegada de algún conocido. Era casi mediodía y el sol apretaba fuerte. Pronto todavía. Se miró los