De lejos, en diez leguas a la redonda, vista desde el tren cuando llegábamos la última semana antes de Pascua, Combray[44] no era más que una iglesia que resumía la ciudad, que la representaba, que hablaba de ella y por ella a la lejanía, y que, cuando nos acercábamos, mantenía apretados alrededor de su alto manto sombrío, en pleno campo, contra el viento, como una pastora sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas apiñadas que un resto de murallas medievales cercaba aquí y allá con un trazo tan perfectamente circular como el de una pequeña ciudad en un cuadro de primitivo. Para vivir, Combray era algo triste, como sus calles, cuyas casas construidas con piedras negruzcas de la región, precedidas de escalones exteriores, rematadas por aguilones que proyectaban su sombra delante de ellas, eran lo bastante oscuras para que, cuando la luz empezaba a menguar, hubiera que subir las cortinas en las «salas»; calles de graves nombres de santos (muchos de ellos estaban unidos a la historia de los primeros señores de Combray): calle Saint-Hilaire, calle Saint-Jacques donde estaba la casa de mi tía, calle Sainte-Hildegarde, a la que daba la verja, y calle du Saint-Esprit a la que se abría la puertecita lateral de su jardín[45]; y esas calles de Combray perviven en una parte tan recóndita de mi memoria, pintada con colores tan distintos de los que ahora revisten para mí el mundo que, en verdad, todas me parecen, y la iglesia que las dominaba desde la Plaza, más irreales todavía que las proyecciones de la linterna mágica; y, en ciertos instantes, se me figura que poder atravesar todavía la calle Saint-Hilaire, poder alquilar un cuarto en la calle de L’Oiseau —en la vieja hospedería del Oiseau Flesché, de cuyos tragaluces subía un olor a cocina que, por momentos, todavía me llega con la misma intermitencia y el mismo calor—, sería entrar en contacto con el Más Allá de un modo más maravillosamente sobrenatural todavía que trabar conocimiento con Golo y hablar con Genoveva de Brabante.
La prima de mi abuelo —mi tía abuela—, en cuya casa habitábamos, era la madre de aquella tía Léonie que, desde la muerte de su marido, el tío Octave, no había querido salir, primero de Combray, luego, en Combray, de su casa, más tarde de su cuarto, y por último de su cama, de la que ya no «descendía», siempre acostada en un vago estado de pena, de abatimiento físico, de enfermedad, de idea fija y de devoción. Su aposento particular daba a la calle Saint-Jacques, que acababa mucho más lejos en el Prado Grande (por oposición al Prado Chico, que verdeaba en medio de la ciudad, entre tres calles), y que, uniforme, grisácea, con los tres altos escalones de gres delante de casi todas las puertas, parecía una especie de desfiladero tallado por un cantero de imágenes góticas en la misma piedra en que hubiera esculpido un belén o un calvario. En realidad mi tía solo ocupaba dos habitaciones contiguas: por la tarde se quedaba en una mientras ventilaban la otra. Eran de esas habitaciones de provincias que —así como en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar iluminadas o perfumadas por miríadas de protozoarios que no podemos ver— nos encantan con los mil olores depositados en ellas por las virtudes, la prudencia, los hábitos, por toda una vida secreta, invisible, superabundante y moral que la a