MAMÍFEROS E INSECTOS
Juan José Millás
James Joyce, conUlises, y Franz Kafka, conLa metamorfosis, se encuentran en los dos extremos de un arco en cuya curva cabe casi toda la literatura que se ha escrito a lo largo del sigloXX. Tratándose por otra parte de dos de las novelas que mejor lo han contado, llama la atención que sean tan distintas.Ulises es un libro complejo y de apariencia complicada al mismo tiempo: un artefacto literario lleno de palancas y botones y luces y compartimentos que solo se deja conducir por lectores muy experimentados. Además, es una novela larga.La metamorfosis, en cambio, que no tendrá más allá de 60 o 70 folios, es a primera vista un relato sencillísimo, sin dificultades formales visibles, en el que podría penetrar un adolescente cuya biografía lectora acabase de comenzar. La del irlandés es de 1922; la del checo, de 1915. Contemporáneas del todo, en fin. Por eso constituyen también dos modos de aproximarse a la realidad, tanto como a la literatura, y por eso cada una, en su registro, continúa siendo un misterio.
Pero hay misterios y misterios. De la novela de Joyce no extraña, cuando uno se aproxima a ella, que se trate de una obra importantísima, pues todos los detalles que la rodean dan cuenta de esa categoría, desde la textura de página de sus primeras líneas al significado de la disposición capitular, pasando por la referencia histórica a que hace alusión su título (nada menos que laOdisea). Hay cosas, en fin, que hablan por sí mismas. Si uno se encuentra junto a un águila no será preciso que ningún experto le señale la increíble funcionalidad de la curvatura de su pico, la impecable disposición de sus alas, el poder de sus garras... El águila, como elUlises, sobrecoge al primer golpe de vista. Un mosquito, sin embargo, apenas llama la atención de nadie y, créanme, se trata de un artefacto biológico de una perfección turbadora. Parece mentira que en tan poco espacio quepa tanto cerebro, tantas prestaciones, tal cantidad de ingenio.
Trabé contacto conUlises en mis años de estudiante universitario, en la Complutense de Madrid. Uno de los salvoconductos para ingresar en los círculos literarios de la época era desde luego haber leído esta obra de Joyce (curiosamente entonces no se citabaDublineses, un libro de cuentos memorable), que circulaba en una edición argentina cuyas dimensiones eran aproximadamente las de una catedral. Uno no podía evitar participar de los sobrecogimientos de su época, de manera que recuerdo perfectamente cómo me conmovió introducirme en los intersticios de aquel monumento verbal y vivir, junto a Leopold Bloom y Stephen Dedalus, un 16 de junio de 1904 en las calles de Dublín.
Solo tenía una cosa molesta aquella visita: la sensación de que se trataba de un recorrido organizado para turistas. Quizá no para turistas exactamente japoneses, pero para turistas al fin. Uno sentía a su lado, rozándole el cuello, mientras leía la novela, el aliento de los adoradores de Joyce (de esta obra de Joyce, para ser exactos) y se preguntaba con angustia si algún día podría penetrar en ese libro solo, recorrerlo solo, perderse solo por sus páginas... Más aún, enseguida empezaron a recomendarnos guías turísticas para entenderla mejor. De manera que estabas obligado a visitarla no ya en grupo, sino con un manual en donde te iban explicando a pie de página el significado de cada capítulo. Uno no tiene nada contra las guías de lectura ni contra los amigos ni contra las catedrales ni siquiera contra los turistas, sean japoneses o no. Por otra parte elUlises era, efectivamente, una novela magistral, sobrecogedora en todos los sentidos que quepa imaginar y también en los que no cabe imaginar. Pero uno acababa de salir de la adolescencia y todavía no estaba acostumbrado a viajar en grupo. Uno era muy dado, en fin, a los placeres solitarios, incluso a los pecados solitarios, y acababa de leer por casualidad una novela corta, quizá un cuento lar