CAPÍTULO SEGUNDO
I
Usted mismo conoce la Francia no ocupada del otoño de 1940. Las estaciones y los asilos y hasta las plazas e iglesias de las ciudades llenas de refugiados del norte, del territorio ocupado y de la «zona prohibida», y de los departamentos de Alsacia, Lorena y el Mosela. Restos de aquel lamentable montón de personas que en mi fuga a París yo ya no había considerado más que restos. Entretanto, muchos habían muerto en la carretera o en un vagón de tren, pero yo no había contado con que entretanto también habían nacido muchos. Cuando buscaba un sitio donde dormir en la estación de Toulouse, trepé sobre una mujer tendida que entre maletas, hatos y fusiles amontonados daba el pecho a un niño encogido. Cuánto había envejecido el mundo en ese año. El lactante parecía viejo, el cabello de la madre era gris, y los rostros de los dos hermanitos que miraban por encima del hombro de la mujer eran descarados, viejos y tristes. Vieja era la mirada de esos niños a los que nada había quedado oculto, ni el secreto de la muerte ni el secreto del origen. Todos los trenes estaban atiborrados de soldados con uniformes raídos, que insultaban abiertamente a sus superiores, seguían entre maldiciones sus órdenes de marcha, pero les seguían, el diablo sabe adónde, para vigilar en algún rincón del país que quedaba un campo de concentración o un paso fronterizo que mañana sería desplazado, o incluso para ser embarcados hacia África porque un comandante en una pequeña bahía había decidido oponerse a los alemanes, pero probablemente habría sido destituido mucho antes de que llegaran los soldados. Pero por el momento partían, quizá porque esa absurda orden de marcha era al menos algo a lo que agarrarse, un sucedáneo de una orden sublime o una gran arenga o de la perdida Marsellesa. En una ocasión nos entregaron los restos de un hombre, cabeza y tronco, vacíos trozos de uniforme colgaban de él en vez de brazos y piernas. Lo encajamos entre nosotros, le pusimos un cigarrillo entre los labios, y como no tenía manos se quemó los labios, gruñó y de pronto empezó a gritar: «¡Si al menos supiera para qué!», y todos sentimos deseos de empezar a gritar también. Viajamos describiendo un gran y absurdo arco, ora pernoctando en asilos, ora en el campo, ora saltando sobre camiones, ora sobre vagones de ferrocarril, sin encontrar nunca un lugar donde quedarnos y no digamos una oferta de trabajo, describiendo un gran arco cada vez más hacia el sur, cruzando el Loira, cruzando el Garona, hasta llegar al Ródano. Todas esas viejas y hermosas ciudades bullían de hombres abandonados. Pero su abandono era de otro tipo al que yo había soñado. Una especie de proscripción municipal dominaba esas ciudades, una especie de fuero medieval, distinto en cada una. Una horda incansable de funcionarios estaba día y noche en la calle como los empleados de la perrera, para sacar a personas sospechosas del montón de paso y encerrarlas en cárceles municipales, de las que eran llevadas a un campo de concentración en cuanto no había dinero para el rescate o un astuto jurista, que a veces compartía su desmedida remuneración por la puesta en libertad con los propios perreros. La gente, sobre todo los extranjeros, luchaba por sus pases y sus documentos como por la salvación de su alma. Empezó a asombrarme ver cómo esas autoridades, en medio del desplome total, ideaban procedimientos cada vez más lentos para clasificar, registrar, estampillar a esas personas sobre cuyos sentimientos habían perdido absolutamente todo poder. Lo mismo se hubiera podido registra