: Ana María Schlüter Rodés
: Cantos rodados Mi camino hacia el zen
: PPC Editorial
: 9788428827843
: Cruce
: 1
: CHF 7.60
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: Weitere Religionen
: Spanish
: 136
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Rescatar el valor del 'entre' referido al ámbito compartido entre budismo zen y cristianismo -dice la autora- me parece una empresa difícil por varias razones (amplitud del tema, puntos de vista diferentes, etc.). No veo mejor manera de hacerlo que limitarme a contar cómo se ha ido dando en mí este 'entre' y a qué descubrimientos, reflexiones, discernimiento, posturas y acciones me ha llevado. No es tiempo para posturas dogmáticas, sino de testimonios y discernimiento. Espero que este enfoque limitado pueda servir de ayuda en estos primeros tiempos de encuentro -teórico y práctico- entre dos grandes tradiciones espirituales de la humanidad que comenzó a mediados del siglo xx.

Ana María Schlüter es maestra Zen (con el nombre de Kiun An, 'Ermita de la Nube Radiante'). Nació en Barcelona, en 1935, de padre alemán y madre catalana. Durante las guerras civil y mundial vivió en Alemania. A los veintitrés años ingresa en el colectivo religioso 'Mujeres de Betania'. Poco después, se doctora en Filosofía y Letras con una tesis en torno a la pregunta '¿Por qué unos ven y otros miran y no ven?'. En los cursos y retiros que imparte emplea con notable éxito el recurso a los cuentos tradicionales, bien de origen budista, bien de origen popular europeo.  En PPC ha publicado 'El camino del despertar en los cuentos' (1997) y 'La luz del alma' (2004).

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EL CAMINO QUE ME CONDUJO
COMO CRISTIANA AL ZEN


 

Un rabino pobre de Cracovia soñó una noche que debajo de un puente en Praga había un gran tesoro. No lo pensó dos veces y se puso en camino. Un día, mientras estaba cavando debajo del puente, se acercó un policía para preguntarle qué hacía allí. El rabino le explicó el sueño que había tenido y que estaba buscando un tesoro.

–Qué extraño –replicó el policía–, porque yo he soñado con un rabino de Cracovia que tenía un gran tesoro debajo del lar de su casa.

En cuanto lo oyó, el rabino volvió a su casa, cavó debajo del lar y descubrió el tesoro en su propia casa.

 

Durante muchos años no di importancia a lo que había vivido de niña una mañana a primera hora, cuando, estando en casa de mis abuelos de Berlín, bajé al jardín y vi en el césped húmedo del rocío una pequeña flor amarilla. Sin embargo, nunca lo he olvidado.

Tampoco reparé durante mucho tiempo en el olor a tierra húmeda que percibía al apartar las hojas caídas para recoger con mi padre hayucos en un bosque de hayas, después de la Segunda Guerra Mundial, y canjearlos por aceite. Todavía puedo evocar aquel olor. ¿Qué había allí? Era algo muy simple y muy bueno. Todo el bosque, en cada estación de una manera distinta, lo exhalaba. Durante la guerra nos habíamos refugiado de los bombardeos de Berlín en casa de unos campesinos de un pueblo en la Baja Sajonia rodeado de bosques de hayas.

Antes de trasladarnos allí, una catequista había venido a hablar con mi madre. Recuerdo muy bien que le dijo: «¿No sería bueno que su hija conociera al Salvador?». A raíz de esto empecé a acudir a la preparación para la primera comunión. Pero esta se interrumpió porque vino una orden que, debido a los constantes bombardeos nocturnos, no se podía quedar ningún niño en Berlín. La señorita que había venido a casa, cuyo nombre recuerdo perfectamente, mandó entonces una Biblia abreviada al pueblo a donde fuimos evacuados. También un catecismo, muy diferente de lo que luego descubrí que eran otros catecismos. A mí me enseñó a rezar. Eran unos de los pocos libros que cabían en la repisa de la ventana de la habitación donde vivíamos en casa de aquellos campesinos. Lo que me quedó grabado de la lectura de la Biblia es que hay Alguien que está con nosotros siempre, cuidándonos en cualquier situación. Aprendí en los libros de la naturaleza y de la Biblia. «Alimentada por Biblia y naturaleza. No me alimentaron ni poetas ni sabios. A los famosos casi no los conocía», puedo decir con Meta Heusser-Schweizer (1797-1876).

La primera comunión no tuvo lugar hasta años después en Gotinga, cabeza de partido de la región a la que pertenecía el pueblo de Gross-Lengden, donde vivíamos evacuados. Ya había terminado la Segunda Guerra Mundial y habían pasado los primeros años de la posguerra. Los pocos niños católicos que habíamos ido a parar a esa zona, después de una somera preparación, fuimos recogidos un domingo en un camión, que en los días de diario recogía la leche de las pequeñas vaquerías de los campesinos, para llevarnos a la modesta iglesia católica de la ciudad, donde comulgamos por primera vez.

En el pueblo también había asistido anteriormente a unas clases en que el pastor evangélico del pueblo nos hacía aprender salmos. De una tía muy querida, hija de pastor luterano, aprendí una oración que rezaba antes de la comida; era parte de un salmo.