1. ¿Dónde terminó el discípulo?
Ciertamente, no podemos afirmar que el tiempo de la indignación haya terminado. Por el contrario, como ya nos exhorta el Señor en su Evangelio, debemos mantener viva la vigilancia para evitar, a conciencia, habituarnos al mal. En estos tiempos, como Iglesia nos hemos visto obligados –y esperamos que no sea solamente a causa de las presiones mediáticas– a dar un salto interior de necesidad de verdad. En el momento actual, a la pregunta de por qué han sido posibles ciertos escándalos se ha añadido otra: «¿Qué hacemos con esos sufrimientos y qué fruto en cuanto a incremento de sabiduría y de autenticidad nos comprometemos a cultivar a partir, justamente, de toda una serie de acontecimientos que han creado un necesario movimiento de indignación?».
Frente a ciertas situaciones, las preguntas son muchas. A algunas se les podrá encontrar respuesta; a otras no es fácil dársela, aunque es absolutamente imposible permanecer en silencio fingiendo que no pasa nada. De un modo u otro, la cuestión más grave me parece la siguiente: «¿Dónde terminó el discípulo?». Frente a toda una serie de abusos y de escándalos, lo más inquietante es darse cuenta de que, al parecer, para algunos clérigos es más fundamental e importante su identidad «sacerdotal» que su radical identidad bautismal. Enterándonos de ciertas historias de sacerdotes que viven situaciones difíciles, por decirlo suavemente, no es raro que, frente a comportamientos a veces incalificables, se escuche una reacción de este tenor: «De una cosa estoy seguro: soy sacerdote y quiero seguir actuando como sacerdote». Normalmente, el término utilizado en discursos como este es más bien el de «sacerdote», y en un tono todavía más solemne y sacro. A veces parece que la preocupación por defender la propia especificidad ministerial es mucho más importante que verificar continuamente la propia fidelidad bautismal. En tales casos, el oficio y la dignidad del «sacerdote» se convierten en la verdad fundamental de la percepción de sí mismo. Detrás de esta máscara de sacralidad se esconde y se camufla no solamente el esfuerzo humano por vivir, que compartimos todos, sino una suerte de actitud negligente frente a las promesas bautismales. Así pues, en muchos casos, el aspecto esencial de la existencia no es ya el ser persona, sino el ser clérigos intocables que, aunque estigmatizan a menudo a otros, no se ponen en discusión en primera persona.
A fuerza de gestionar el «bautismo de los otros» parece que, a veces, el presbítero corre el riesgo de olvidarse del propio. Con la costumbre de conducir a los demás en su vida cristiana, no se ocupa suficientemente –y a veces nada– de su propia vida de discípulo. En algunos casos puede suceder que, a la pregunta sobre lo que más se echa en falta en situaciones en las que se ha impuesto la suspensión del ministerio, la respuesta es: «Echo en falta no poder celebrar la misa». No raras veces esto parece estar en sereno acuerdo con el hecho de no sentir la necesidad ni el deseo de participar en la celebración de la comunidad cristiana, de la cual un sacerdote forma siempre parte, aunque esté suspendido o haya sido expulsado del estado clerical. En estas situaciones, desde luego no siempre tan claras y extremas, nos encontramos ante el dramático misterio de presbíteros que, como se ha dicho más arriba, se profesan seguros de su identidad ministerial, pero que parecen haber puesto entre p