Este breve ensayo tiene por objeto clarificar algunas cuestiones clave del diálogo razón-fe en el ámbito de la educación. Como resultado de ese diálogo he planteado algunos principios que configuran la enseñanza: aquello por lo que cobra sentido. Es cierto que me he enfocado principalmente en la formación universitaria, que es la que yo ejerzo como profesor en una universidad católica. Sin embargo, las conclusiones me parecen aplicables a otras etapas formativas e incluso a la familia: en concreto, a la familia cristiana, aquella que busca tener hijos libres, abiertos a la realidad en todas sus dimensiones; hijos críticos con las consecuencias de una razón reducida y un deseo intencionadamente devastado por el consumo. El punto de partida para su escritura ha sido tomar las asignaturas de las que soy profesor y responder a las siguientes preguntas: ¿qué ofrece de diferente una formación católica sobre los contenidos que yo imparto de otra que no lo sea? Y esa diferencia, ¿aporta algún valor o, por el contrario, lo reduce? Es decir, ¿existe unmodopropiamente católico de abordar cualquier saber? Y, si ese modoes posible, ¿sería extrapolable a otros contenidos de aprendizaje, ya sea una asignatura escolar o la educación de los hijos? En resumen, ¿existe una inteligencia religiosa como existe una inteligencia racional, emocional o estética?
Preguntarse por la enseñanza católica es también alertar sobre la urgente necesidad de que la sociedad tome conciencia de que el pensamiento católico no solo es una propuesta válida entre otras para la enseñanza, sino necesaria, pues amplía la visión desde la que se aborda cualquier saber; ampliación que, como presentaremos –y es de lo que tratan estas páginas–, permite vivir la condición humana en toda su plenitud. El catolicismo, entonces, además de ofrecer un mejor aprendizaje, contribuye a interpretar con precisión nuestra realidad –que en definitiva es mucho más importante–, ya que introduce factores esenciales que en el pensamiento actual son obviados. Y todo sin necesidad de que para ello se dé el presupuesto de la fe, que es consecuencia, pero no requisito, de la inteligencia que presentamos. Esto significa que la educación católica, como método para el desarrollo de una inteligencia religiosa, es válida para creyentes o no creyentes; aunque, evidentemente, es mucho más urgente para los primeros por cuanto, dándose la experiencia de la fe, si se desea que esta sea completa, se precisa de una metodología que contribuya a hacerla más verdadera y que la purifique de lo que no le corresponde.
Habida cuenta del carácter personal de este pequeño ensayo, y aunque no es lo propio de un trabajo de este tipo, quisiera aclarar en esta introducción la posición desde la que parto, porque ayuda a comprender mejor mi planteamiento. Me parece pertinente hacerlo en un caso como el actual, pues, como propone la hermenéutica crítica,para comprender algo debemos entender cómo ha llegado a ser ese algo. Partir de aquel que reflexiona para así desentrañar lo reflexionado es un planteamiento válido, entre otras cosas porque aquello de lo que vamos a hablar nace de la experiencia, y la experiencia solo es posible presentarla desde el yo. No puedo, entonces, abstraer el texto de mi propia historia. Quizá esta sea una de las características que ya confiere a la formación católica una singularidad: que quien enseña importa. Y no solo importa por su saber, sino por quien es. Es decir, que quien se encuentra en el aula frente al alumno es tanto o más importante que lo enseñado. La educación, cuando sale del margen de la mera formación, de la mera transmisión de conocimientos, tiene como objeto hacer crecer al otro. La educación es el lugar donde se pone en juego todo: lo que se enseña, a quien lo enseña y la forma en que se enseña. No hay compartimentos estancos. Los jóvenes lo miran todo, la totalidad. Y tienen un ojo clínico para descubrir nuestras inconsistencias, nuestras hipocresías, nuestros cálculos –que se dan cuando quien enseña no se pone en juego–. Esconder esta totalidad que nos afecta como padres o como profesores es esconder la única posibilidad de que se produzca un encuentro fructífero y verdadero entre el profesor y el alumno o entre los padres y los hijos. El campo de juego de la educación es la libertad. Sin libertad no hay educación, sino adoctrinamiento. Por eso la historia personal no es un paréntesis que se queda fuera