I LA TORRE DE KAZLUNN
CUANDO Victoria abrió los ojos, tardó un poco en recordar todo lo que había pasado. Imágenes confusas se entremezclaban en su mente, imágenes fantásticas que parecían producto de un hermoso sueño o de una extraña pesadilla.
Se incorporó un poco, y vio junto a ella un rostro familiar. Jack estaba tendido a su lado, con los ojos cerrados. A Victoria le dio un vuelco el corazón; sin embargo, se dio cuenta casi enseguida de que el muchacho estaba dormido o inconsciente, pero no herido. Su expresión era tranquila, y su respiración, regular. Victoria alzó la mano para acariciarle el rostro con cariño. El joven sonrió en sueños, pero no se despertó.
Se habían conocido tres años antes, cuando los sicarios enviados por Ashran, el Nigromante, habían asesinado a los padres de Jack. Entonces él no sabía nada de Idhún, nada de la Resistencia a la que Victoria pertenecía, y se había visto obligado, de la noche a la mañana, a asumir que, de alguna manera, estaba implicado en la guerra por la salvación de un mundo que no conocía. Se había unido a la Resistencia, que luchaba por liberar Idhún del dominio de Ashran y los sheks, las monstruosas serpientes aladas; había tenido que aprender a pelear, a defenderse, a sobrevivir.
Pero también había conocido a Victoria. La chica sonrió, evocando su primer encuentro. Entonces ellos eran unos niños todavía, pero ahora habían crecido, y la amistad que los unía se había convertido en algo más, en un sentimiento más intenso y más profundo, que se había afianzado cuando los dos habían averiguado, apenas unas semanas antes, que su destino estaba escrito incluso antes de su nacimiento, y que ellos dos eran los elegidos para derrotar al Nigromante y salvar a Idhún. Porque en su interior latían los espíritus de Yandrak y Lunnaris, el último dragón y el último unicornio, los únicos que, según la profecía de los Oráculos, serían capaces de acabar con el poder de Ashran.
Victoria se estremeció y alzó la mirada hacia las estrellas. No quería hacerlo, porque sabía lo que iba a encontrar en aquel hermoso cielo violáceo. Pero también sabía que habían dado un paso definitivo y que no había vuelta atrás.
Contempló con resignación, casi con odio, las tres lunas que brillaban en el firmamento. Las tres lunas de Idhún, el mundo al que acababan de llegar, un mundo que en teoría era el suyo, pero que ella, cuyo cuerpo humano había nacido y crecido en la Tierra, no recordaba ni había aprendido a amar. Era un espectáculo bellísimo, porque los tres astros presentaban sombras y tonalidades que harían palidecer de envidia al satélite terrestre, pero, aunque una parte de su corazón se sentía conmovida por tanta belleza, la otra era dolorosamente consciente de que habían ido allí a luchar... y tal vez a morir.
Las observó un momento más. Ninguna de las tres estaba llena; la mediana parecía decrecer, mientras que a la más pequeña le faltaba poco para el plenilunio, y la grande también estaba creciente. Victoria dedujo que cada una de ellas tenía un ciclo distinto; se preguntó si alguna vez coincidirían los tres plenilunios en la misma noche, y si ella llegaría a verlo.
Se sentó en el suelo y miró a su alrededor. Acababan de atravesar la Puerta interdimensional; en principio, deberían haber aparecido en la Torre de Kazlunn, el bastión de los hechiceros que se oponían a Ashran, pero se encontraban en el claro de un bosque. No parecía haber nada peligroso o amenazador en el paisaje y, sin embargo, Victoria se sintió inquieta. Los árboles eran inmensos y tenían formas extrañas, de raíces torcidas, y ramas que se entrelazaban entre ell