Era una cálida mañana de finales de agosto, y la mayoría de la gente de los apartamentos se había marchado ya a la playa. En la pista de tenis que había junto al bar, un joven de veintipocos años acababa de derrotar a su hermano mayor.
–Bah, me rindo –dijo este–. Hace demasiado calor para jugar. Me voy a la piscina.
–Venga, un poco más –protestó el ganador–. Todavía tenemos tiempo antes de que empiece a calentar de verdad.
–Ni hablar, que yo ya estoy mayor para estas cosas.
El más joven suspiró y se dispuso a abandonar la cancha tras su hermano.
–Yo puedo jugar un rato contigo, si quieres –dijo una voz junto a él, en un italiano vacilante y de acento extraño.
El muchacho se volvió, y vio tras él al chico del bar. Lo conocía solo de vista, porque no hablaba mucho, pero estaba claro que era extranjero, nórdico tal vez, y que trabajaba como camarero en el bar para poder costearse las vacaciones en Italia. Tendría unos dieciséis años, pero su mirada era demasiado seria para un chico de su edad.
–¿No tienes que trabajar en el bar?
–Ahora no. Hoy tengo la mañana libre.
–¿Sabes jugar al tenis? –le preguntó.
–Hace mucho que no juego –repuso el camarero–, pero puedo intentarlo –hizo una pausa antes de añadir–: Lo echo de menos.
El joven le dirigió una mirada evaluadora. Después sonrió.
–Hecho –dijo–. ¿Cómo te llamas?
El chico sonrió a su vez. Sus ojos verdes se iluminaron con un destello cálido.
–Jack –dijo–. Me llamo Jack.
La partida fue breve, pero intensa. El joven italiano estaba mejor entrenado y tenía más estilo, pero los golpes de Jack eran imparables. Costaba entender cómo un muchacho de su edad podía tener tanta fuerza.
Costaba entenderlo, a no ser que se supiera que aquel chico rubio llevaba dos años practicando esgrima todos los días con una espada legendaria.
Finalmente, el italiano se dejó caer sobre la cancha, riendo y sudando a mares.
–¡Vale, vale, de acuerdo! Tú ganas. Nunca he visto a nadie coger la raqueta como tú ni darle a la pelota con tanta rabia, Jack, pero no cabe duda de que es efectivo.
Pero Jack no lo estaba escuchando. Se había quedado mirando a alguien que lo observaba desde el camino, más allá de la verja de la cancha. A pesar de que estaba demasiado lejos para ver sus rasgos, a pesar de que no era exactamente como lo recordaba, su figura era inconfundible.
Al muchacho le dio un vuelco el corazón. Soltó la raqueta y echó a correr fuera de la cancha, sin mirar atrás.
–Hasta luego –dijo el italiano, perplejo.
Jack trepó por el talud de hierba hasta llegar al camino. Cuando lo alcanzó, se quedó allí, parado, a unos pocos metros de la persona que lo había estado observando, pero sin atreverse a acercarse más.
Los dos se miraron en silencio.
Finalmente, Jack habló.
–Alsan –dijo.
Él sonrió de manera siniestra.
–¿De verdad crees que soy Alsan?
Jack titubeó. No lo había visto desde que él había huido de Limbhad transformado en un ser semibestial, pero recordaba muy bien al orgulloso y valiente príncipe de Vanissar. Y aquel joven que tenía ante sí era él, pero no era él.
Vestía ropas terráqueas y, por primera vez desde que lo conocía, parecía cómodo con ellas. Llevaba vaqueros y, a pesar del calor, una camiseta de color negro. El Alsan que él recordaba nunca llevaba ropa de color negro. Y Jack, desde que había conocido a Kirtash, tampoco.
Su porte seguía siendo sereno y altivo, pero ahora había algo preocupante en él, una tensión contenida que Alsan, siempre tan seguro de sí mismo, jamás había mostrado.
Y su rostro...
Su rostro seguía siendo de piedra, pero las penalidades habían cincelado su huella en él, y las marcas de expresión de sus facciones eran mucho más profundas. Su gesto era sombrío, y en sus ojos había un cierto brillo amenazador que no inspiraba confianza.
Con todo, lo que más llamó la atención de Jack fue su pe