: Laura Gallego
: Memorias de Idhún. Tríada. Libro IV: Predestinación
: Ediciones SM
: 9788467540154
: Memorias de Idhún
: 1
: CHF 6.70
:
: Kinderbücher bis 11 Jahre
: Spanish
: 399
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
La raza de los Celestes es conocida por su capacidad empática, ya que sienten las verdaderas emociones de las personas; debido a ello perciben el dolor y la rabia de Victoria, furiosa y con ánimo de venganza tras lo sucedido a su amigo Jack. De lo que no hay duda es de que ella recorrerá el mundo de Idhún hasta cumplir su objetivo. ¿Qué problemas tendrá que afrontar la joven en su desesperada misión? Una novela que continúa la saga de Memorias de Idhún.

Laura Gallego García nació en Quart de Poblet, Valencia, el 11 de octubre de 1977. Con once años decidió escribir un libro de fantasía con una amiga. Tardó tres años en terminarlo y, aunque nunca se ha publicado, guarda un cariño especial a ese relato. Entonces ya tuvo claro que quería ser escritora y durante años envió sus escritos a diversos concursos literarios. Durante este tiempo estudió Filología Hispánica, especializándose en Literatura. Fundadora de la revista universitaria trimestral Náyade, ha sido codirectora de la misma desde 1997 hasta 2010. En la actualidad vive en Alboraya, donde continúa escribiendo. Su tesis doctoral gira en torno al libro de caballería Belianís de Grecia, de Jerónimo Fernández, publicado en 1579. Cuando contaba 21 años recibió el Premio Barco de Vapor 1999 por Finis Mundi. Fue su primer galardón y el comienzo como escritora profesional. Después vendrían más novelas y cuentos, muchos de los cuales han sido publicados por Ediciones SM: como Las crónicas de la Torre, La leyenda del Rey Errante (Premio Barco de Vapor 2002), o la saga Memorias de Idhún.En 2011 fue galardonada con el Premio Cervantes Chico, que reconoce la labor de autores de Literatura Infantil y Juvenil.   Sus libros se han traducido a varios idiomas y se venden internacionalmente.

II - Umadhun


Hacía frío.

Muchísimo frío. Un frío que le congelaba las entrañas y ralentizaba los débiles latidos de su corazón. Y, sin embargo... también había sentido calor, mucho calor. Todavía le ardía la piel.

Su instinto lo alertó sobre algo que se acercaba. Eran varios, pero pequeños. Aun así, deseaba matarlos.

Trató de moverse, pero su cuerpo no lo obedecía; ni siquiera logró abrir los ojos. Estaba demasiado débil.

Se acercaron. Pudo oír sus siseos en la oscuridad. Percibió que se estaban comunicando telepáticamente, aunque no captó sus pensamientos. Al fin y al cabo, no estaban hablando con él.

Los sintió muy cerca. Una fría presencia rozó su piel. Quiso sacárselos de encima, pero seguía sin poder moverse.

Entonces se oyó un silbido amenazador. Las criaturas se retiraron, intimidadas. Algo se deslizó cerca de él, y su instinto se disparó. Logró abrir los ojos y vio una gran muralla escamosa que protegía su cuerpo. Cuando se retiró un poco, distinguió entre las sombras a los seres que lo habían estado observando. Eran crías de shek, pero eso ya lo había sabido, de alguna manera.

La serpiente que las había ahuyentado, sin embargo, era adulta, una hembra. Lo supo cuando ella volvió hacia él su cabeza triangular. Lo supo apenas un momento antes de que sus ojos hipnóticos relucieran un instante para hacerle caer, de nuevo, en la oscuridad.

Cuando volvió a abrir los ojos, ya no tenía frío. Pero aquella inquietud seguía allí.

No recordaba qué había pasado. En aquel momento, ni siquiera recordaba su nombre ni su condición. Y, sin embargo, el mensaje era tan claro que no podía ignorarlo.

«Sheks. Tengo que matarlos. A todos».

El odio seguía palpitando en sus sienes, por encima del dolor, de la soledad o del desconcierto. Poco a poco fue fluyendo a través de todo su cuerpo. Había tantas serpientes a su alrededor, las sentía, las detectaba, las olía. No podía quedarse parado.

Un grito de furia y desesperación, un esfuerzo sobrehumano. Una transformación.

Con un rugido, se abalanzó hacia ellos. Pero algo lo retuvo con violencia, dejándolo sin aliento un momento. Volvió a intentarlo, hasta tres veces, antes de que se dejara caer, desalentado, pero aún hirviendo de ira. Giró la cabeza para ver qué era aquello que lo aprisionaba.

Y vio que una cadena plateada rodeaba sus miembros y lo mantenía sujeto a la roca. No era muy gruesa y, sin embargo, no había podido romperla.

El instinto lo reclamó de nuevo, esta vez con mayor urgencia. Tiró con todas sus fuerzas. La cadena no se rompió.

Una sombra sinuosa avanzó hacia él desde la oscuridad. El sentimiento de odio se disparó otra vez, nada más verla. Tiró y tiró de la cadena, con furia, con rabia, desesperado por abalanzarse sobre la hembra shek y hacerla pedazos. Y aquel impulso era lo único que entendía en aquellos momentos.

Ella observó sus esfuerzos, impasible. Sabía que no lograría alcanzarla. Y él pareció comprenderlo también, porque finalmente se dejó caer, rendido, y las cadenas tintinearon en torno a su cuerpo.

«Instinto», dijo la serpiente. «Ah, qué cosa tan incómoda, ¿verdad? Qué ganas tengo de matarte, dragón. Y qué poco me conviene».

Dragón.

Un rayo de entendimiento iluminó su mente. Aquella palabra significaba mucho... demasiadas cosas.

–Dragón... –repitió.

La serpiente se acercó más a él, y sus ojos tornasolados se clavaron en los suyos.

«¿Quién eres?», le preguntó.

Daba la sensación de que ella conocía perfectamente la respuesta. Pero fue la pregunta lo que le hizo detenerse a reflexionar, y trajo de vuelta a su mente un aluvión de recuerdos, que lo inundaron como un torrente imparable.

–Yo... soy Yandrak