Hacía frío.
Muchísimo frío. Un frío que le congelaba las entrañas y ralentizaba los débiles latidos de su corazón. Y, sin embargo... también había sentido calor, mucho calor. Todavía le ardía la piel.
Su instinto lo alertó sobre algo que se acercaba. Eran varios, pero pequeños. Aun así, deseaba matarlos.
Trató de moverse, pero su cuerpo no lo obedecía; ni siquiera logró abrir los ojos. Estaba demasiado débil.
Se acercaron. Pudo oír sus siseos en la oscuridad. Percibió que se estaban comunicando telepáticamente, aunque no captó sus pensamientos. Al fin y al cabo, no estaban hablando con él.
Los sintió muy cerca. Una fría presencia rozó su piel. Quiso sacárselos de encima, pero seguía sin poder moverse.
Entonces se oyó un silbido amenazador. Las criaturas se retiraron, intimidadas. Algo se deslizó cerca de él, y su instinto se disparó. Logró abrir los ojos y vio una gran muralla escamosa que protegía su cuerpo. Cuando se retiró un poco, distinguió entre las sombras a los seres que lo habían estado observando. Eran crías de shek, pero eso ya lo había sabido, de alguna manera.
La serpiente que las había ahuyentado, sin embargo, era adulta, una hembra. Lo supo cuando ella volvió hacia él su cabeza triangular. Lo supo apenas un momento antes de que sus ojos hipnóticos relucieran un instante para hacerle caer, de nuevo, en la oscuridad.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya no tenía frío. Pero aquella inquietud seguía allí.
No recordaba qué había pasado. En aquel momento, ni siquiera recordaba su nombre ni su condición. Y, sin embargo, el mensaje era tan claro que no podía ignorarlo.
«Sheks. Tengo que matarlos. A todos».
El odio seguía palpitando en sus sienes, por encima del dolor, de la soledad o del desconcierto. Poco a poco fue fluyendo a través de todo su cuerpo. Había tantas serpientes a su alrededor, las sentía, las detectaba, las olía. No podía quedarse parado.
Un grito de furia y desesperación, un esfuerzo sobrehumano. Una transformación.
Con un rugido, se abalanzó hacia ellos. Pero algo lo retuvo con violencia, dejándolo sin aliento un momento. Volvió a intentarlo, hasta tres veces, antes de que se dejara caer, desalentado, pero aún hirviendo de ira. Giró la cabeza para ver qué era aquello que lo aprisionaba.
Y vio que una cadena plateada rodeaba sus miembros y lo mantenía sujeto a la roca. No era muy gruesa y, sin embargo, no había podido romperla.
El instinto lo reclamó de nuevo, esta vez con mayor urgencia. Tiró con todas sus fuerzas. La cadena no se rompió.
Una sombra sinuosa avanzó hacia él desde la oscuridad. El sentimiento de odio se disparó otra vez, nada más verla. Tiró y tiró de la cadena, con furia, con rabia, desesperado por abalanzarse sobre la hembra shek y hacerla pedazos. Y aquel impulso era lo único que entendía en aquellos momentos.
Ella observó sus esfuerzos, impasible. Sabía que no lograría alcanzarla. Y él pareció comprenderlo también, porque finalmente se dejó caer, rendido, y las cadenas tintinearon en torno a su cuerpo.
«Instinto», dijo la serpiente. «Ah, qué cosa tan incómoda, ¿verdad? Qué ganas tengo de matarte, dragón. Y qué poco me conviene».
Dragón.
Un rayo de entendimiento iluminó su mente. Aquella palabra significaba mucho... demasiadas cosas.
–Dragón... –repitió.
La serpiente se acercó más a él, y sus ojos tornasolados se clavaron en los suyos.
«¿Quién eres?», le preguntó.
Daba la sensación de que ella conocía perfectamente la respuesta. Pero fue la pregunta lo que le hizo detenerse a reflexionar, y trajo de vuelta a su mente un aluvión de recuerdos, que lo inundaron como un torrente imparable.
–Yo... soy Yandrak