Una voz femenina con tintes metálicos resuena en el puente: «Despegue de lanzadera iniciado».
Amy inhala bruscamente.
«Detectada señal de sonda con indicaciones de dirección. Elija secuencia de aterrizaje: ¿manual o automática?», indica la voz. Dos botones se iluminan en el panel de control, uno con una M roja y otro con una A verde.
Aprieto la A.
«Iniciada secuencia de despegue automático», replica la voz en un tono que me parece casi alegre.
Se oye un chirrido ensordecedor, como si una sierra gigante estuviera haciendo un agujero en el techo.
—¿Qué es eso? —jadea Amy, aferrándose a su asiento como si fuera un salvavidas. Los brazos metálicos del sillón están emborronados por sus huellas dactilares, y su cuerpo se hunde en el acolchado del asiento.
Un torbellino de posibilidades recorre mi mente. Suena como si algo se rompiera, un ruido amenazador y terrorífico. La lanzadera se agita y da tirones, como si un brazo gigante quisiera desgajarla de laFortuna, y el estómago se me sube a la garganta. Me hundo en mi asiento, respirando a duras penas. En el extremo opuesto de la lanzadera suenan gritos y chillidos de terror que se cuelan en el puente. Amy levanta la cara para mirarme a los ojos, pálida y preocupada.
—No pasa nada —le digo, sin saber si estoy tranquilizándola a ella o a mí mismo—. Acabamos de separarnos de la nave nodriza.
Sobre nuestras cabezas suena una especie de estallido y la lanzadera parece hundirse unos metros.
—Ahora sí que nos hemos separado —digo.
Amy suelta una carcajada aguda y nerviosa que se apaga enseguida.
«Activados reactores de separación», recita el ordenador como si no tuviera importancia. Los tres pequeños reactores que hay en la parte superior de la lanzadera se ponen en marcha y parecemos precipitarnos cuesta abajo. El panorama de la cristalera cambia; ahora solo vemos el planeta, allá a lo lejos.
—Me alegro de ver adónde nos dirigimos, al menos —dice Amy, con la vista clavada en los hexágonos transparentes.
A los lados del planeta, las estrellas titilan haciendo resaltar aún más el brillo de nuestro nuevo hogar. Algunos de los textos que leí en el archivo de laFortunadescribían a Tierra Solar como una canica azul y blanca. Sin embargo, esto que veo suspendido ante mí parece casi un ser vivo. Sus colores vibran frente a la nada negra del universo.
Pero, por bello que me parezca, aún no estamos allí. La lanzadera acelera repentinamente su caída, y una nueva oleada de gritos contenidos se desliza bajo la puerta.
—No veo el momento de aterrizar —mascullo.
«Comprobando el sistema de maniobra orbital», exclama el ordenador. De pronto, suena una especie de rugido y Amy se estremece.
Me gustaría abrazarla, estrecharla fuerte y susurrarle que todo va a salir bien, pero no puedo moverme. Los latidos de mi corazón me retumban en los oídos y no me dejan oír nada más. La lanzadera está programada para aterrizar sola; cuando nos acerquemos lo suficiente, captará las ondas de radio que le envían las sondas de laFortunadesde Tierra Centauri, y estas la guiarán a un punto de aterrizaje adecuado para la supervivencia humana. Lo único que tenemos que hacer nosotros es sujetarnos bien y disfrutar del viaje.
Una sensación de náusea se apodera de mí; es la misma que noto —que notaba— al descender por el tubo gravitacional, cuando el impulso se mitigaba entre los niveles y bajaba por un instante en caída libre. La cabeza me da vuel