Que la Vieja Carolaquisiera seguir manteniendo su presencia en nuestro pueblo envuelta en el misterio no quería decir que nuestro pueblo estuviera dispuesto a permitírselo. Su llegada fue una noticia que se propagó como la pólvora entre los habitantes, al mismo tiempo que salvaba muchas vidas que se encontraban en grave peligro de aburrimiento mortal. Se puso en marcha una intensa actividad de espionaje liderada por mentes que, de haber nacido en otro lugar menos apartado, habrían sido reclutadas por la CIA de inmediato. A la cabeza de todas ellas estaba la vecina Amparo, que no era nuestra vecina exactamente, puesto que vivía en la otra punta del pueblo, pero era vecina de corazón, como decía ella cuando se plantaba en tu casa a la hora que fuera para comentar la escandalosa ropa que tenía colgada en el tendedero otro vecino, también de su corazón.
–¡Lleva un turbante! –exclamó la vecina Amparo ante mi hermana, mi madre y yo, agitando su abanico. Ese dato parecía ser de una importancia decisiva, según su punto de vista–. ¡Un turbante! ¡Como los moros!
–No creo que sea mora –dijo mi madre conteniendo un bostezo–. Las mujeres árabes suelen ir con un pañuelo en la cabeza o un velo.
–Claro, claro, además lleva muchas joyas y entra sola en los bares. No puede ser árabe –admitió la vecina Amparo.
«Entra sola en los bares», pensé yo. A partir de esa expresión, cualquiera podía imaginarse a la Vieja Carola yendo de bar en bar y viviendo la vida loca. Para empezar, en mi pueblo, el único bar que había era el de mi abuelo.
–Puede que sea hindú –continúo Amparo–. He visto que lleva un bastón de marfil labrado con un mango muy llamativo. Aunque, por lo blancucha que está, más bien parece una inglesa o una alemana. Lo que pasa es que las guiris estas suelen llevar pamelas de paja, no turbantes.
–Igual es rusa –dijo Merche en un claro intento de añadir confusión a las torpes deducciones de Amparo, quien, hay que decirlo, aquel día no estaba muy inspirada.
Mi madre, que casi se dormía recostada en el sofá de lo cansada que estaba, miró a Merche con algo de odio. Lo que quería era que Amparo diera con una nacionalidad que le pareciera convincente y se marchara cuanto antes.
–Rusa... –la vecina Amparo empezó a abanicarse más lentamente mientras sopesaba esa opción. Si te fijabas en los movimientos de su abanico, podías seguir la intensidad de sus procesos mentales.
–Es africana –intervine sin poder reprimirme–. De Tanzania.
El abanico se paró de golpe y los ojos de Amparo se clavaron en mí de tal forma que casi noté dos pinchazos.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque me lo ha dicho. Bueno, a mí no –rectifiqué a tiempo–. Se lo comentó a mi abuelo de pasada.
Me sentí un traidor. No por mentirle a Amparo, sino por lanzársela a mi abuelo de esa manera. Pero él sabría lidiar con ella mejor que yo. La vecina Amparo estaba ávida de información, era como un ave de presa hambrienta, y si se enteraba de que la Vieja Carola y yo manteníamos una incipiente amistad, se lanzaría a mi cuello sin compasión. La habríamos tenido en casa todos los días y me hubiera exigido un informe pormenorizado de cada cosa que la Vieja Carola me contara. Y entonces sí que habría sid