Don Carlos Ozores, padre de Ana, era el hijo primogénito de una de las familias más antiguas de Vetusta. Fue ingeniero y llegó pronto a coronel del ejército. Con el tiempo, cansado de la vida militar, buscó un empleo y se dedicó a cultivar sus aficiones científicas: la física, las matemáticas, la historia del arte y, más tarde, la filosofía.
Por fin, después de muchos amoríos, se casó a los treinta y cinco años, completamente enamorado, con una honrada pero pobre modista italiana, lo que le acarreó enemistarse con sus hermanas solteronas, pues vieron en aquel humilde matrimonio una deshonra para tan noble familia.
La modista italiana se murió al dar a luz a Anita. «¡Menos mal!», pensaron las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta. En realidad, el palacio de los Ozores le correspondía por herencia a don Carlos; pero él permitió a sus hermanas solteronas que siguieran viviendo allí, aunque ellas seguían sin perdonarle aquel matrimonio con alguien de tan humilde y plebeya condición.
Al morir su mujer, don Carlos contrató a un aya para que se hiciera cargo de la educación de la niña. Para la pequeña Ana, el aya resultó ser una bruja. Doña Camila era una mujer hipócrita y severa. Cuando don Carlos tuvo que salir del país por cuestiones políticas, Ana quedó en poder de doña Camila, la cual, además, dispuso a su antojo de la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas.
Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña. El aya escribió a don Carlos, el cual hizo comprar una austera casa de campo en Loreto, un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y que no caía muy lejos de Vetusta. A la nueva hacienda de don Carlos se fueron, pues, Anita, el aya y los criados.
El aya, que había procurado vanamente seducir a don Carlos Ozores cuando aún estaba con ellas, juró odio eterno al ingrato. Y el resultado fue que Anita acabó pagando tal despecho. Doña Camila afirmaba en todas partes que la educación de la mocosa de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de su madre italiana, en voz baja decía el aya que «seguro que la madre de Ana, antes que modista, había sido algo peor».
Educó a la niña con mano dura: el encierro y el ayuno fueron sus disciplinas. Ana, que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se desesperaba; pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación.[Nota]La niña fantaseaba milagros que la salvaban de sus prisiones. Se iba volando con la imaginación a mundos creados por ella. Cuando doña Camila la castigaba con un encierro y se acercaba a la puerta a escuchar, no oía nada. Anita pasaba horas y horas recorriendo espacios llenos de ensueños en su imaginación, presididos siempre por una madre cariñosa y jovial. Cuando acababan esos encierros, salía altanera, callada y sin pedir perdón.
A menudo se escapaba de casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían, buscaba los perros grandes y solía comer con los pastores. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la fantasía llenos de tesoros, que fueron lo mejor que gozó en su vida.
Cuando aprendió a leer, los libros no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba: ella les haría hablar de lo que quisiese. En sus historias, Anita necesitaba un héroe, y lo encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, acudía a las citas que ella le proponía en la barca de Trébol.
Desde aquella famosa noche, doña Camila educó a la niña sin esperanzas de salvarla, como si cultivara una fruta ya podrida. No esperaba nada, pero cumplía con su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila contaba llorando la aventura a quien la quisiera oír, rendida bajo el peso de la responsabilidad, el escándalo corrió de boca en boca. También escribió a las tías de Vetusta.
–¡Lo que faltaba! –exclamaron ellas–. ¡El nombre de los Ozores deshonrado!
Escribieron a don Carlos para decirle que se llevara consigo a Anita, pues si la niña no vivía con él, el honor de los Ozores corría peligro. En aquel momento, don Carlos no podía todavía volver al país. Pero, pasados unos años, pudo acogerse a una amnistía y volvió. Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid, y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en Loreto.
La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre el nombre de Anita se fue desvaneciendo y, cuando la niña llegó a los catorce años, ya nadie se acordaba de la aventu