: Clarín (Leopoldo Alas)
: La Regenta
: Ediciones SM
: 9788467591408
: Clásicos
: 1
: CHF 5.30
:
: Kinderbücher bis 11 Jahre
: Spanish
: 248
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Un mujeriego que colecciona amantes. Un hombre entregado a Dios. Un marido que no hace caso a su esposa. Una mujer atraída por varios hombres. Leopoldo Alas 'Clarín' escribió La Regenta entre 1884 y 1885... ¿Sigues pensando que los clásicos son cosas del pasado?

Leopoldo García-Alas y Ureña, conocido por el seudónimo de 'Clarín', descendía de familia asturiana, aunque nació en Zamora el 25 de abril de 1852, ciudad en la que su padre ostentaba el cargo de gobernador civil. Pasó parte de su infancia en León y Guadalajara por este motivo. En 1859 la familia se instaló en Oviedo, donde continuó sus estudios con magníficas calificaciones, tanto en el bachillerato como en la Universidad, donde cursó Derecho. Pronto se sintió atraído por la literatura y comenzó a colaborar con varias revistas como articulista.   Durante la Revolución de 1868 fue afín a la causa republicana y liberal. En 1871 se trasladó a Madrid a realizar el doctorado en Leyes y también cursó estudios de Filosofía y Letras. Allí entró en contacto con el círculo krausista, gracias a su profesor Francisco Giner de los Ríos. A partir de 1875 firmó por primera vez con el seudónimo 'Clarín' en la recién fundada revista El Solfeo, de orientación republicana, en tanto que al año siguiente publicó sus primeros cuentos y poemas en la Revista de Asturias, de su amigo Félix de Aramburu.   Ganó las oposiciones para una cátedra de la Universidad de Salamanca, pero no tomó posesión de ella por la intervención del ministro de Fomento, enemigo del escritor debido a las sátiras que este le había dirigido con anterioridad en prensa. Sin embargo, en 1882, año en el que también contrajo matrimonio, obtuvo la cátedra de Economía Política y Estadística de la Universidad de Zaragoza, y un año después la de Derecho Romano de la Universidad de Oviedo, a donde regresó. Tiempo después también se encargó de la cátedra de Derecho Natural de la misma universidad.   Mientras impartía clases, siguió escribiendo artículos (sus textos satíricos en la revista Madrid Cómico gozaron de gran popularidad en su época; se ganó enemistades debido a ellos, pero también fue considerado un buen crítico e intelectual de su tiempo gracias a los cientos de artículos filosóficos, políticos y literarios que publicó) e inició la redacción de su obra cumbre, La Regenta, cuya primera parte se publicó en 1884. Un año más tarde hizo su primera incursión en el teatro con la obra Teresa y vio la luz el segundo volumen de su novela más famosa. 1886 fue el año de publicación de la colección de cuentos Pipá. Escribió varios ensayos biográficos y su segunda novela, Su único hijo, se publicó en 1890. Al año siguiente fue elegido concejal republicano del ayuntamiento de Oviedo. Murió el 13 de junio de 1901 a causa de una tuberculosis intestinal.

Capítulo2


 

Don Carlos Ozores, padre de Ana, era el hijo primogénito de una de las familias más antiguas de Vetusta. Fue ingeniero y llegó pronto a coronel del ejército. Con el tiempo, cansado de la vida militar, buscó un empleo y se dedicó a cultivar sus aficiones científicas: la física, las matemáticas, la historia del arte y, más tarde, la filosofía.

Por fin, después de muchos amoríos, se casó a los treinta y cinco años, completamente enamorado, con una honrada pero pobre modista italiana, lo que le acarreó enemistarse con sus hermanas solteronas, pues vieron en aquel humilde matrimonio una deshonra para tan noble familia.

La modista italiana se murió al dar a luz a Anita. «¡Menos mal!», pensaron las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta. En realidad, el palacio de los Ozores le correspondía por herencia a don Carlos; pero él permitió a sus hermanas solteronas que siguieran viviendo allí, aunque ellas seguían sin perdonarle aquel matrimonio con alguien de tan humilde y plebeya condición.

Al morir su mujer, don Carlos contrató a un aya para que se hiciera cargo de la educación de la niña. Para la pequeña Ana, el aya resultó ser una bruja. Doña Camila era una mujer hipócrita y severa. Cuando don Carlos tuvo que salir del país por cuestiones políticas, Ana quedó en poder de doña Camila, la cual, además, dispuso a su antojo de la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas.

Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña. El aya escribió a don Carlos, el cual hizo comprar una austera casa de campo en Loreto, un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y que no caía muy lejos de Vetusta. A la nueva hacienda de don Carlos se fueron, pues, Anita, el aya y los criados.

El aya, que había procurado vanamente seducir a don Carlos Ozores cuando aún estaba con ellas, juró odio eterno al ingrato. Y el resultado fue que Anita acabó pagando tal despecho. Doña Camila afirmaba en todas partes que la educación de la mocosa de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de su madre italiana, en voz baja decía el aya que «seguro que la madre de Ana, antes que modista, había sido algo peor».

Educó a la niña con mano dura: el encierro y el ayuno fueron sus disciplinas. Ana, que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se desesperaba; pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación.[Nota]La niña fantaseaba milagros que la salvaban de sus prisiones. Se iba volando con la imaginación a mundos creados por ella. Cuando doña Camila la castigaba con un encierro y se acercaba a la puerta a escuchar, no oía nada. Anita pasaba horas y horas recorriendo espacios llenos de ensueños en su imaginación, presididos siempre por una madre cariñosa y jovial. Cuando acababan esos encierros, salía altanera, callada y sin pedir perdón.

A menudo se escapaba de casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían, buscaba los perros grandes y solía comer con los pastores. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la fantasía llenos de tesoros, que fueron lo mejor que gozó en su vida.

Cuando aprendió a leer, los libros no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba: ella les haría hablar de lo que quisiese. En sus historias, Anita necesitaba un héroe, y lo encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, acudía a las citas que ella le proponía en la barca de Trébol.

Desde aquella famosa noche, doña Camila educó a la niña sin esperanzas de salvarla, como si cultivara una fruta ya podrida. No esperaba nada, pero cumplía con su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila contaba llorando la aventura a quien la quisiera oír, rendida bajo el peso de la responsabilidad, el escándalo corrió de boca en boca. También escribió a las tías de Vetusta.

–¡Lo que faltaba! –exclamaron ellas–. ¡El nombre de los Ozores deshonrado!

Escribieron a don Carlos para decirle que se llevara consigo a Anita, pues si la niña no vivía con él, el honor de los Ozores corría peligro. En aquel momento, don Carlos no podía todavía volver al país. Pero, pasados unos años, pudo acogerse a una amnistía y volvió. Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid, y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en Loreto.

La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre el nombre de Anita se fue desvaneciendo y, cuando la niña llegó a los catorce años, ya nadie se acordaba de la aventu