ISantiago, 1799
La noche era un boquerón frío, donde solo se podía sentir el gemido del viento entre las ramas de los árboles. Sus continuas ráfagas habían apagado las irresolutas llamas de los pocos faroles encendidos que de nada servían, en realidad, pues nadie transitaba por las calles heladas. De vez en cuando, desde la oscuridad de las alturas, se dejaba caer un chubasco repentino sobre la ciudad dormida cuyas casas, trancadas las puertas y postigos, se defendían con el abrigo del adobe y las tejas de aquella velada invernal. Todo era tinieblas, frío y humedad.
Sobre el río de escaso caudal, a pesar de las lluvias recientes, el pesado puente, más que verse, se adivinaba entre los diminutos puntos de vacilante luz que marcaban cada uno de sus accesos y que apenas alcanzaban a alumbrar los pálidos semblantes de los nocheros que, farol en mano, resguardaban la mole de cal y canto que unía la ciudad misma con los arrabales del norte, donde un puñado de casas se apiñaban, como promesa de un barrio, junto al cementerio, más allá del cual solo se desperdigaban parcelas y huertos. Inquietos, sin saber exactamente por qué, los hombres se movían sin parar en los pocos metros de autonomía que les permitía su puesto, como apurando el paso de las horas para que la madrugada llegase pronto y el sol apareciera por fin a calentar sus ateridos huesos y, más que nada, a tranquilizar sus agitados espíritus. Sin embargo, ahogada por la distancia, les llegó la voz del sereno de la Plaza de Armas con su rutinario cantar: “¡La una ha dado y con lluviaaa…!”, anunciándoles que