Aunque el pueblo de Burgess, Alabama, población de 12.042 habitantes, era grande en la memoria de Bridget, no merecía gran cosa como parada en la línea de autobús Triangle. De hecho, Bridget casi se la pasó al quedarse dormida. Afortunadamente, se despertó con la sacudida cuando el conductor echó el freno de mano y, medio adormilada, correteó para recoger sus maletas. Se bajó del autobús tan deprisa que se olvidó el chubasquero hecho un ovillo bajo su asiento.
Caminó por la acera hacia el centro del pueblo, fijándose en las delgadas líneas rectas entre los adoquines. La mayoría de las hendiduras en la acera que uno veía eran juntas artificiales hechas en el cemento húmedo, pero aquellas eran de verdad. Bi pisó cada grieta decidida, desafiante, mientras sentía el sol que caía de lleno sobre su espalda y una explosión de energía en el pecho. Por fin estaba haciendo algo. No sabía qué exactamente, pero la actividad siempre le sentaba mejor que sentarse a esperar.
En un rápido repaso del centro del pueblo, observó dos iglesias, una ferretería, una farmacia, una lavandería, una heladería con mesas fuera y lo que parecía unos juzgados. Más abajo en Main Street vio un coquetoBed and Breakfast, que sabía que sería demasiado caro, y a la vuelta de la esquina, en Royal Street, una casa victoriana menos pintoresca con un letrero rojo desgastado en el que se leía «ROYAL STREET ARMS» y debajo, «SE ALQUILAN HABITACIONES».
Subió los escalones y llamó al timbre. Una mujer menuda de unos cincuenta y tantos años abrió la puerta.
Bridget señaló el letrero.
—Me he fijado en su letrero. Querría alquilar una habitación para un par de semanas.
O un par de meses.
La mujer asintió con la cabeza, mientras estudiaba a Bridget detenidamente. Era su casa, como pudo ver Bridget. Era grande y probablemente había sido incluso espléndida, pero era evidente que ni a la casa, ni a ella, las cosas le iban bien.
Se presentaron y la mujer, la señora Bennett, enseñó a Bridget un dormitorio en el primer piso que daba a la fachada de la casa. Estaba amueblado de manera sencilla, pero era grande y soleado. Tenía un ventilador en el techo, un hornillo eléctrico y una mini nevera.
—Esta comparte baño y cuesta setenta y cinco dólares por semana –explicó. —Me la quedo –respondió Bridget.
Tendría que solucionar el tema de la identificación pagando un depósito gigantesco, pero había traído 450 dólares en metálico y con un poco de suerte pronto encontraría un trabajo.
La señora Bennett repasó las reglas de la casa y Bridget pagó. Pensó con asombro en la rapidez y la facilidad con que se había realizado el acuerdo mientras trasladaba sus maletas a la habitación. Llevaba en Burgess menos de una hora y estaba instalada. La vida itinerante no parecía tan difícil como la pintaban.
En la habitación no había teléfono, aunque sí había un teléfono de monedas en el pasillo. Bridget lo usó para llamar a casa. Dejó un mensaje a su padre y a Perry para decir que había llegado bien.
Tiró del cordón para encender el ventilador del techo y se tumbó en la cama. Se dio cuenta de que estaba golpeando el talón contra la pata metálica de la cama mientras pensaba en el momento en que se presentaría a Greta. Había intentado imaginarse el momento muchas veces y nunca no lo lograba. Simplemente no podía. No le gustaba. Lo que quería de Greta, aquello indeterminado, se rompería con el primer abrazo impuesto. No se conocían y, sin embargo, había muchísima pesadumbre entre ellas. A pesar de lo valiente que era Bridget, temía a aquella mujer y a todo lo que sabía. Bi quería saberlo y no quería saberlo. Quería averiguarlo a su manera.
Entonces sintió un conocido hormigueo de energía en las piernas.
Se levantó de la cama. Se miró en el espejo. A veces uno podía ver algo nuevo en un espejo nuevo.
En un primer vistazo vio el abandono habitual. Hab