Los seis retrocedimos asustados.
El hombre de la armadura levantó aún más la enorme espada.
La levantó con tanto ímpetu que...
¡CATACLONC!
Se cayó de espaldas.
Y se pegó un tremendo golpe contra el suelo.
El peso de la espada, o de la propia armadura, había hecho que perdiera el equilibrio y se desplomara hacia atrás.
Se quedó tirado entre las hierbas, inmóvil.
Emitió un leve quejido:
–Ay...
Después pataleó un poco, intentando levantarse.
Pero aquella enorme armadura le impedía moverse.
Quedó tumbado en una posición ridícula.
Podíamos escuchar su respiración.
Grave y profunda.
Intentó moverse varias veces sin conseguirlo. Era como una de esas tortugas que se quedan bocarriba sobre su caparazón, moviendo los brazos y las piernas, incapaces de levantarse.
–¿Necesita ayuda, buen hombre? –preguntó mi vecina María, acercándose.
–María, ven aquí –le ordenó Mari Carmen–. No sabemos quién es... y hace un segundo quería partirnos en dos. No creo que sea buena idea ayudarle.
–¿Aprovechamos que no se puede mover para rematarle? –preguntó ahora mi hermano Santi, cogiendo un palo que había bajo un árbol.
–Eso tampoco –dijo mi padre.
Mari Carmen dio un paso adelante.
–Escúcheme, señor, tiene usted dos posibilidades –dijo ella–: o nos explica ahora mismo quién es y por qué quería atacarnos con esa espada, y nos pide disculpas, o... o le dejaremos ahí tirado y nos iremos por donde hemos venido.
–Ya te digo –añadió mi padre.
La frase favorita de mi padre es «Ya te digo». La dice a cualquier hora, aunque no venga a cuento.
–Por donde hemos venido no podemos irnos, mamá –la corrigió María.
–Bueno, es una forma de hablar –respondió Mari Carmen.
–Ya te digo –repitió mi padre.
El hombre de la armadura se apoyó con fuerza en los dos brazos e intentó levantarse una vez más.
Parecía que estaba a punto de conseguirlo.
Se incorporó ligeramente, un poco más, otro poco...
Pero de nuevo cayó al suelo.
Allí seguía, boca arriba, respirando con dificultad.
–¡Aaagggggggggggggg! –exclamó–. ¡Maldito herrero Samuel el Cojo! Le he dicho mil veces que esta armadura pesa demasiado. Ayúdenme a levantarme y puede que les perdone la vida.
–Huy, huy, huy –dijo enseguida Mari Carmen–. Esa no es forma de pedir las cosas. ¿No le han enseñado que las cosas se piden por favor?
El hombre emitió un gruñido.
A continuación, agarró su casco con ambas manos, tiró de él y se lo quitó. Lo arrojó lejos de sí y el casco fue rodando justo hasta nuestros pies.
Aunque el hombre seguía tirado en el suelo, al fin pudimos verle el rostro.
Apenas tenía pelo. Una poblada barba blanca le cubría el rostro. A primera vista, parecía bastante mayor.
–Me presento –dijo muy serio–: soy el duque de Almansa, hijo, nieto y bisnieto de una larga estirpe de caballeros con sangre azul; también soy conocido como el caballero Valiente, favorito del rey, comandante de la Guardia de los Últimos Días y gran maestre de la famosa y nombrada Orden Real de los Caballeros de Barlovento.
Tras unos instantes de silencio, Mari Carmen dijo:
–Yo soy Mari Carmen, de Moratalaz. Encantada.
–Yo soy Sebastián, aunque todo el mundo me llama Sebas –aproveché para decir–. Ah, y también soy de Moratalaz.
–Y yo, Susana, la hermana de este. Sé tocar el trombón, jugar al fútbol y tengo el récord de saltos a la comba de mi colegio.
–Bueno, bueno, eso del récord habría que verl