LIBRO I:
EL EJE DEL PRESENTE
Año 997 d.C.
Mundus senescit
acoro con los salvajes gritos de los atacantes, las llamas que envolvían la abadía crepitaban ferozmente y se alzaban hacia un cielo sin luna, iluminando el bosque cercano. El techo del establo se derrumbó con estrépito, al igual que la bóveda de la iglesia recién saqueada. Las oscuras sombras que rodeaban el monasterio aullaron de nuevo y, unas a pie y otras a caballo, se alejaron hacia el pueblo que dormía aguardando la llegada del alba.
Oculta por los frondosos árboles, una figura corría por el bosque, jadeante, tropezando, buscando un refugio. Dio un traspié y cayó sobre la húmeda hierba. Rodó hasta un espeso matorral y se ocultó allí, sollozando. Solo cuando las voces se apagaron se atrevió, prudentemente escondido y sin asomarse demasiado, a volver la vista atrás para contemplar los restos de lo que había sido su hogar en los últimos años. Temblando, vio cómo el fuego se consumía lentamente.
Sintió que lo atenazaba el desaliento; pero, a pesar de su juventud, a pesar de su fragilidad, a pesar de su miedo, no dejó ni por un momento de estrechar contra su pecho un preciado códice que había logrado rescatar de las llamas.
En su mente seguía resonando una terrible frase:mundi termino appropinquante…Sus labios formaron las palabras de una plegaria, pero su garganta no emitió ningún sonido.
Mundi termino appropinquante…
En la plaza se había formado un pequeño grupo de gente que iba aumentando lentamente, atraído por una sólida y potente voz que recitaba un largo cantar. Sentado en los escalones de piedra de la iglesia, perdido en sus pensamientos, un jovencísimo monje parecía ser el único que no sentía interés por la historia que se relataba un poco más allá. Su hábito negro indicaba que pertenecía a uno de los muchos monasterios que la orden de Cluny tenía sembrados por toda Francia.
Una muchacha que pasaba se le quedó mirando y, compadecida, se detuvo junto a él.
–¿Qué te sucede, hermano? –preguntó–. Pareces preocupado.
El chico alzó la mirada y sonrió. Estaba pálido, y sus ropas no lograban disimular su extrema delgadez.
–¿Has oído hablar del monasterio de Saint Paul? –le preguntó a la aldeana.
Ella ladeó la cabeza, tratando de pensar.
–¿El que está junto a las montañas, cerca del bosque?
–Estaba, querrás decir. La semana pasada sufrimos un ataque. No dejaron piedra sobre piedra.
En el rostro de la joven se formó un rictus de rabia e indignación.
–Húngaros –dijo. Más bien escupió la palabra–. No sabía que habían llegado tan lejos. Nada detiene a esos salvajes.
El monje guardó silencio. La muchacha lo miró fijamente.
–¿Te has quedado sin hogar? No te preocupes. El abad de Saint Patrice te acogerá. ¿Es eso lo que te trae por aquí?
El monje negó con la cabeza y sonrió con cierta condescendencia.
–No; voy muy lejos. Busco un lugar