Primera Parte
Prólogos y amores
1
En la pista, al compás de la música a todo volumen, el conjunto de chicos y chicas se movía con una cadencia uniforme. Se agitaba cada cual a su aire, y articulaban y desarticulaban el cuerpo de acuerdo con su propio estilo y el sentimiento que en ellos generaban las notas, pero a pesar de esas diferencias, todos y todas formaban un bloque compacto, homogéneo, sólido.
La discoteca estaba llena de miradas envueltas en una aparente indiferencia, el ritual de la busca y captura. Emociones atrapadas al vuelo y la fascinación siempre renovada por lo nuevo, la sorpresa. Miradas expectantes. Miradas vitales.
Aunque siempre había excepciones.
Beatriz hizo un gesto de fastidio.
—¿Qué te ocurre hoy? —le gritó Ivana.
Estaban en un extremo de la discoteca, con la pista bajo ellas, al final del desnivel de un par de metros que nacía a sus pies, pero aun así era necesario elevar la voz.
Beatriz se encogió de hombros.
—Apenas has bailado —insistió su amiga.
—Es lo de siempre.
—Estás muy tiquismiquis últimamente.
No respondió. Siguió paseando la mirada indiferente por todas partes, a derecha e izquierda por la pista y fuera de ella. Prácticamente las mismas caras, prácticamente los mismos actos rutinarios. Lorenzo, Paco, Chema, Luis, Néstor, amigos y conocidos. Y ellas. La insoportable Eva, la presumida Elvira, la cargante Violeta, la estúpida Carlota...
La música declinaba. Sólo era un punto de inflexión. El disco se enlazó armónicamente con el siguiente. Desde la cabina, suspendida por encima de aquel universo contenidamente enloquecido, eldiscjockeygobernaba sus cuerpos y sus mentes. Bailaba y se exaltaba en su pecera de cristal, movía los brazos, giraba sobre sí mismo, cantaba.
Amo y señor de aquel espacio y del alud sonoro que vertía ininterrumpidamente sobre su audiencia.
Las luces se apagaron en la pista; sólo quedó el fluctuanteflashblanco de las ametralladoras eléctricas que recortaba las siluetas de quienes bailaban. Cinco, diez, quince segundos, no más. El baño multicolor renació en el instante en que la música cambió y el tema aumentó su progresión rítmica, subiendo la batería, multiplicando el vértigo del bajo. La pista se llenó de adrenalina liberada.
Beatriz giró la cabeza al sentir un cosquilleo en la nuca.
Y entonces le vio.
El cosquilleo era debido a la mirada del chico, fija en ella. Los dos se observaron apenas tres segundos. Luego Beatriz volvió a girar la cabeza, pero la imagen ya estaba fija en su retina. La imagen de un muchacho alto, de cabello negro, ojos penetrantes, nariz recta, mandíbula cuadrada, labios carnosos.
Dejó pasar un minuto largo. El cosquilleo persistía, pero optó poíno moverse. Era uno de sus lemas: «No te precipites; espera siempre hasta el último momento». Eso hizo. Luego se acercó al oído de Ivana para decirle algo y así poder mirar de reojo.
—¿Qué hora es?
Él ya no estaba allí.
—¿Qué le pasa a tu reloj?
No respondió. Movió la cabeza describiendo un círculo en derredor suyo. No necesitó ampliar la inspección. Le localizó a unos diez metros, a su izquierda. Sólo era una nueva posición, y mucho mejor. Esta vez no se detuvo a observarlo; se limitó a una ojeada. Se dio cuenta de que el muchacho también apartaba la vista.
De todas formas la conexión estaba hecha.
Se inclinó una vez más sobre el oído de Ivana.
—Mira con disimulo a la izquierda y fíjate en ese chico de la cazadora y el pelo largo, el que está apoyado en la columna del fondo.
Pudo haber sido mejor, pero también peor. Ivana fingió buscar a alguien, comenzó por la derecha, estiró el cu