7.
Lo que les sucedió a don Quijote y a Sancho en una venta
Quiso la suerte que a menos de una legua de allí encontraran una venta. Como en la anterior ocasión, don Quijote se empeñó en que era un castillo. Sancho intentó convencerle de lo contrario, pero fue imposible.
Cuando el ventero y su mujer vieron el estado en que se encontraba don Quijote, lo llevaron a un establo y le prepararon una cama con unas tablas atravesadas sobre dos bancos de madera. Luego, la ventera y su hija, una muchacha muy bonita, le pusieron a don Quijote unas cataplasmas sobre los moratones que tenía repartidos por todo el cuerpo.
–Creedme, hermosas señoras –les dijo el hidalgo, tomándolas de la mano–, tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habéis hecho para agradecéroslo mientras mi vida dure.
Las mujeres se admiraron al oírle hablar así, pues no estaban acostumbradas a semejantes palabras. Mientras tanto, una moza que trabajaba en la venta se ocupó de Sancho. Se llamaba Maritornes, y era ancha de cara, tuerta de un ojo, de nariz chata y tan cargada de espaldas que siempre estaba mirando al suelo. Después de curar al escudero, le preparó una cama junto a la de su señor. Luego, las tres mujeres salieron para que los huéspedes descansaran. Pero ni don Quijote ni Sancho eran capaces de dormir, de tanto como les dolían las costillas.
En el establo se alojaba también un arriero. Él tampoco dormía. Permanecía tendido en su cama, al fondo del cobertizo, esperando a que Maritornes fuera a visitarlo aquella misma noche, como la muchacha le había prometido. Y en efecto, una hora después, se abrió la puerta y entró la joven, descalza y en camisón. Pasó junto al lecho de don Quijote para dirigirse al fondo del establo. Aunque intentaba no hacer ruido, don Quijote la oyó, y al instante se imaginó que aquella joven era la hija del señor del castillo, que se había enamorado de él y venía a declararle su amor.
El hidalgo se incorporó, agarró a Maritornes por la muñeca y la hizo sentarse en su cama. Aunque le olía el aliento a cebolla, don Quijote se figuró que lo que su nariz percibía era un suave y exótico perfume.
–Hermosa señora –le dijo a Maritornes–, quisiera poder corresponder al gran honor que me hacéis entregándome vuestro amor, pero es cosa imposible. Debéis saber que mi corazón ya tiene dueña, pues pertenece a la sin par Dulcinea del Toboso.
La moza, horrorizada por el equívoco y sin atreverse a abrir la boca para que no la descubrieran, intentó en vano desasirse de las manos del hidalgo. El arriero, que se había dado cuenta de lo que sucedía, se levantó de su cama y se acercó a la de don Quijote. Al ver que este no soltaba a Maritornes, descargó un tremendo puñetazo sobre su mandíbula y, no contento con eso, se le subió encima de las costillas y empezó a pateárselas. Como la cama era muy endeble, no pudo soportar tanto peso y se vino abajo con gran estrépito.
El ruido despertó al ventero y le hizo acudir al establo con un candil para ver qué ocurría. Temerosa de que su amo la castigara, Maritornes aprovechó la confusión para zafarse de don Quijote y esconderse en la cama de Sancho Panza, haciéndose un ovillo a su lado. El escudero, que por fin había logrado quedarse dormido, se despertó sobresaltado y, al sentir aquel bulto a su lado, pensó que se trataba de una pesadilla. Para librarse de ella, no se le ocurrió otra cosa que emprenderla a puñetazos. Al verlo el arriero, dejó a don Quijote y saltó a la cama vecina para ayudar a la moza, que se estaba defendiendo por sí misma. El ventero se metió también en la pelea y dejó caer el candil. Quedaron todos a oscuras, atizándose a bulto unos y otros.
En esto entró en el establo un cuadrillero de la Santa Hermandad1, que dormía aquella noche en la venta con sus compañeros después de detener a unos malhechores. Tropezó con el derribado lecho sobre el que yacía don Quijote, palpó a tientas hasta que su mano asió las barbas del hidalgo y tiró de ellas. Al ver que aquel hombre no se movía, pensó que estaba muerto.
–¡Alto a la autoridad! –gritó–. ¡Aquí han matado a un hombre!
Sus voces sobresaltaron a los que peleaban. El ventero y Maritornes se escabulleron por la puerta del establo, el arriero se metió en su cama y Sancho quedó sentado en la suya. El cuadrillero recogió del suelo el candil, pero como este se había apagado, fue a buscar un fuego con el que encenderlo.
En ese momento, don Quijote volvió en sí.
–Sancho, amigo, ¿duermes? –preguntó con un hilo de voz–. Creo que este castillo está encantado.
–Eso mismo pienso yo –respondió el escudero–. Parece como si todos los diablos la hubieran tomado conmigo esta noche.
–A mí me ha sucedido una de las aventuras más extrañas que imaginar se pueda. Has de saber que esta noche ha venido a visitarme la hija del señor de este castillo, que es la más hermosa doncella que he visto, después de mi señora Dulcinea del Toboso. Pues bien, mientras yo me hallaba en dulcísimo coloquio con ella, una mano pegada al brazo de algún descomunal gigante me asestó un terrible puñetazo en las quijadas, y después me molió a palos, de tal modo que me ha dejado peor que los caballeros que agraviaron a Rocinante. Por eso pienso que este castillo debe de estar embrujado, y estoy seguro de que a la doncella la guarda algún moro encantado.[Nota]
–Así debe de ser, mi señor, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado a mí, y jamás pensé que en toda mi vida pudiera llevarme tantos golpes.
–Así que a ti también te han sacudido. Pero no tengas pesar, San