BALDOMEROBaladuque daba vueltas y más vueltas en su cabeza al hecho de que, después de quince años de tentativas, no hubiese logrado triunfar como escritor. Recordaba, una a una, las noches de insomnio provocado deliberadamente con litros de café, sentado a la mesa, ante el teclado de su portátil de última generación.
Por más que recapacitaba, no sabía realmente a qué achacar su fracaso, porque, si de algo no tenía la menor duda, era de que había fracasado. Y no una, sino innumerables veces.
Había perdido la cuenta de la cantidad de originales enviados a las editoriales, impresos a doble espacio y encuadernados con canutillo de plástico, y del dinero gastado en certificaciones de Correos. Era indiscutible que tenía un tesón a prueba de bombas. Uno tras otro, los originales le habían sido devueltos, en el mejor de los casos con unas rutinarias palabras de cumplido. La cruda realidad era que ningún editor había mostrado interés alguno por su publicación.
Había perdido también la cuenta de la cantidad de concursos literarios a los que se había presentado, por supuesto, sin éxito ni recompensa alguna. Ni siquiera un accésit de consolación. Ni siquiera un sonrojante tercer premio por haber nacido en la provincia donde el concurso se convocaba. ¡Nada!
–¡Baldomero Baladuque! –exclamó en voz alta Baldomero Baladuque. Y a continuación asintió varias veces con la cabeza, como si hubiera descubierto algo importante–. Ese es el problema: mi nombre. Debería utilizar, como han hecho otros escritores, un pseudónimo. Con este nombrecito va a ser difícil que triunfe. ¡Cómo no me habré dado cuenta antes!
Y entonces, decidido, agarró un cuaderno, lo abrió por la primera página y empezó a escribir una lista de posibles pseudónimos, jugando con las sílabas de su propio nombre:
Baldo Bala.
Mero Duque.
Baldo Duque.
Mero Bala.
El que más le gustó fue el de Baldo Duque.
–¡Baldo Duque! –lo pronunció engolando un poco la voz–. Me gusta, suena... muy literario. ¡Baldo Duque! Desde ahora firmaré todos mis libros con este nombre.
De inmediato se dio cuenta de que en realidad firmaría con ese nombre su primer libro, si es que algún día llegaba a publicarlo.
Y Baldo Duque siguió pensando y pensando. Si ya había encontrado un nombre adecuado, ¿qué más necesitaba para triunfar? ¿O acaso le bastaba solo con el nombre? Recordó la última vez que había ido a la librería y repasó algunos de los títulos de los libros más vendidos, de esos que se apilan por centenares, formando auténticos torreones de papel. Sin duda, la estrella indiscutible era la última entrega de la serie deHarry Alfarero, que se había presentado un mes antes
–¿Qué demonios tendrá el dichosoHarry Alfareropara que se venda tanto? –se preguntó Baldo Duque.
Y, de repente, oyó una voz que respondió a su pregunta.
–Un niño huérfano –dijo la voz.
No es que hubiera alguien más con Baldo Duque en esos momentos. No, no; se encontraba completamente solo en su casa. La voz, digamos, salió de él mismo. Eso ocurre a veces. Nos hacemos preguntas en voz alta y nosotros mismos las contestamos sin darnos cuenta.
Baldo Duque se quedó un instante mirando al techo de su habitación, como si hubiera descubierto una grieta o una tela de araña. Luego sonrió exageradamente, lo que afeó su rostro, ya de por sí poco atractivo, y chascó los dedos de manera un tanto ridícula.
–¡Eso es! –gritó–. ¡Un niño huérfano! Un niño huérfano siempre es infalible. Las novelas están llenas de