SOBREVINO un silencio, mientras el príncipe palidecía mortalmente y todos miraban al rey y al jurado como si no diesen crédito a lo que acababan de oír.
Solo una persona reaccionó ante el inesperado anuncio: un muchacho de unos once años, delgado, algo andrajoso, se abrió paso entre la gente hasta situarse ante el estrado de la familia real: se trataba (muchos lo reconocieron inmediatamente) del chico que había recitado aquella casida tan bella. ¿Sería él Amir ibn Hammad? La mayoría de los presentes había olvidado ya su nombre.
El muchacho llevaba de la mano a un hombre igualmente mal vestido, que caminaba torpemente y con la cabeza gacha, procurando que el turbante le tapase el rostro todo lo posible.
—Señor, elrawi ganador ya está aquí –le indicó el visir al rey en voz baja–. Es un muchacho...
El soberano asintió.
— ¿Tú eres Amir ibn Hammad? –preguntó.
—Sí, señor –respondió él.
El rey asintió de nuevo; había reconocido la voz del muchacho: era la misma que había recitado la casida que le había emocionado más que la de su propio hijo.
— ¿Quién es tu maestro?
El hombre que estaba junto al chico reaccionó entonces; hizo una torpe reverencia ante el rey y dijo, enrojeciendo intensamente:
—Yo, majestad. Soy su padre. Me llamo Hammad ibn al-Haddad.
—Muy bien, Hammad ibn al-Haddad –dijo el rey, alzando la voz para que todos lo oyeran–. Los jueces de este certamen han decretado que tu casida es la vencedora en esta ocasión. Por tanto, has ganado el premio que estaba señalado: un saco de oro.
Su voz sonó absolutamente indiferente; en ningún momento pareció decepcionado por el fracaso de su hijo, ni hizo el menor gesto hacia él. El príncipe se había quedado absolutamente estupefacto, pálido como un muerto y con los ojos desorbitados. En aquel momento, su rostro había perdido gran parte de su belleza.
—Yo... yo... –tartamudeó Hammad–. E... es un honor –pudo decir, e hizo otra reverencia.
Cogió con manos temblorosas el saco de oro que le tendían. El público seguía en silencio hasta que, de pronto, alguien gritó:
— ¡Viva Hammad ibn al-Haddad!
Y muchos secundaron su alabanza:
— ¡Viva! ¡Viva el vencedor del certamen! ¡Viva Hammad ibn al-Haddad!
La plaza entera estalló en una calurosa salva de vítores y aplausos. En medio del entusiasmo popular, el rey Huyr se inclinó hacia el visir, que se apresuró a acercarse a él.
— ¿Majestad?
—Asegúrate de que ese hombre llega a su casa sano y salvo, y que no intentan asaltarlo por el camino. Lleva encima una auténtica fortuna.
—Así se hará, majestad.
El príncipe seguía pálido y circunspecto, sin pronunciar palabra. El rey se volvió hacia él.
—Debemos agradecer a Hammad que se haya presentado al concurso, hijo –dijo secamente–. Nos ha evitado un mal mayor. Mejor hacer el ridículo aquí que en Ukaz, ¿no te parece?
Walid no contestó. Solo reaccionó cuando Hakim, surawi, se colocó discretamente junto a él. Entonces alzó la cabeza y escudriñó la multitud en busca del flamante ganador del premio; desafortunadamente, este ya se había perdido entre la gente.
—Búscalo –le susurró a Hakim–. Búscalo y averigua quién es.
Hakim asintió con una breve inclinación de cabeza y se alejó de la tribuna, silencioso como una sombra.
—Es un pobre diablo, señor –dijo elrawi–. El premio le habrá reportado más beneficios de los que verá en toda su vida. No creo que vuelva a presentarse al concurso.
—Pero no puedes asegurarlo.&n