: Alan Sillitoe
: La soledad del corredor de fondo
: Editorial Impedimenta SL
: 9788415578765
: Impedimenta
: 1
: CHF 8.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 256
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Colin Smith es un joven de clase obrera que vive en un barrio de Nottingham con su madre viuda, el amante de esta y sus tres hermanos pequeños. Su vida no es ejemplar, pero lo será aún menos cuando robe una panadería y acabe en un reformatorio. Una vez allí, se aficiona a correr y, gracias a sus cualidades como atleta, obtiene unos privilegios que no desea para sí. Hasta que finalmente tendrá que elegir entre el éxito como héroe deportivo y la soledad del corredor de fondo. En este volumen, con nueva traducción de Mercedes Cebrián, se reúne una descarnada colección de relatos centrados en el sombrío aislamiento de la clase obrera, en los pequeños delitos que se cometen para salir adelante y en la profunda ira que domina a los habitantes de las ciudades industriales, abocadas a la desesperación. Una realidad que sigue hoy tan vigente como lo fuera hace más de medio siglo. Un libro de ruptura generacional, cumbre de la literatura británica del XX, que ejemplifica a la perfección el carácter del rebelde sin causa.

Alan Sillitoe nació en Nottingham en 1928, en el seno de una familia de clase obrera. Abandonó los estudios a los catorce años y poco después entró a trabajar en la fábrica de bicicletas Raleigh, en Nottingham, al igual que lo había hecho su padre. En 1946 se unió a la Royal Air Force y trabajó como operador de radio en Malasia.

Introducción

  

La guerra perpetua

por Kiko Amat

1.La soledad del corredor de fondofue el segundo libro que me habló de mi propia experiencia, hace más de dos décadas.[1]Cuando conocí a mi mujer, sobre la misma época, el único libro que compartíamos era aquel. Ella venía de Flaubert, Stendhal y Dostoievski. Yo de Nik Cohn, Bukowski y Colin MacInnes. Ella había escuchado a Springsteen, Brassens y Tom Waits; yo a Undertones, Jam y Dexys. No éramos dos taxis parados en la misma puerta, sino más bien dos trenes chocando el uno contra el otro a gran velocidad. Sin embargo, guiado por el firme propósito de demostrarle a aquella pelirroja que yo no era solo un tatuado patán de extrarradio (y así encamarme con ella), agarré y leí de un tirón toda su biblioteca. En aquella época poseía aún ese tipo de ímpetu loco y, aunque no nos faltaban temas de conversación —nuestra distinta clase social y lo colosal de nuestro amor ocupaban una gran parte de las discusiones—, pensé que si iba a tener que cagarme en aquellos libros, mejor iba a ser leérmelos cuanto antes.

Debo decir que no recuerdo una palabra deRojo y negro, mucho menos deMadame Bovary. Para mí, aquellos libros hablaban de gente que podría haber vivido en Plutón, así de alejados estaban de lo que había vivido hasta entonces en las calles de Sant Boi, mi estrafalario pueblo natal del extrarradio barcelonés. Acostumbrado a que la música pop articulase con gran precisión mis sentimientos, miedos y anhelos, fue una terrible decepción comprobar que la literatura clásica no lo hacía. Pero exagero al calificar aquella decepción de «terrible»: nada es terrible a los veintitrés, y mucho menos darte cuenta de que te importan un bledo las congojas de una adúltera francesa delxix. La conclusión, en todo caso, fue que el canon de la Alta Cultura no iba a proporcionarme ángulos que me ayudasen a comprenderme a mí, a mi entorno, a mi bagaje o a las tradiciones de las que veníamos mis amigos y yo. Más que a «orgía perpetua»,Madame Bovary me supo a perpetua dieta de hospital, a coliflores al vapor, y yo quería chilis y guindillas y bebidas con bengalas, maravillosos ruidos y crujiente gas. Si había pasión (y la había, en honor a la verdad) o rabia en aquella novela decimonónica, no eran de la marca que gastaba yo.

Y entonces leíLa soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe. Fue un terremoto memorable, similar al que sentiría leyendo a John Fante, Nelson Algren o Harry Crews. Aquella engañosa simplicidad en primera persona, sumada a la dureza de las palabras, a la beligerancia de la actitud, y a la fiera voluntad de estar vivo, me hablaron directamente; tocaron alguna cuerda en mi interior. Cuentan que Irish Jack, uno de los iniciadores del culto mod original en Shepherd’s Bush, agarró de las solapas a Pete Townshend tras ver a los Who por casualidad en un club en 1964 y le espetó: «¡Estás diciendo lo que todos pensamos pero no podíamos explicar!».I can’t explain: quizás la sensación fundamental de la adolescencia, el aullido primario que nadie sabe aún modular. Townshend, hijo de las escuelas