I. Lo patético del amor
Al principio del principio era el conformismo.
En mayo de 1968, como la mayoría de aquellos a los que se comenzaba a llamar, con una ternura en la que apuntaba ya la deferencia, «los jóvenes», fui atrapado y llevado después por la ola. Me manifesté ruidosamente, contesté con valentía, corrí hasta perder el aliento; bebí, para mis primeras intervenciones, en un léxico que todavía me resultaba extraño en el mes de abril; me puse, de golpe y porrazo como todo el mundo, a utilizar la palabra «camarada», hice juramento de vasallaje a la época por mi misma rebelión contra las diversas formas de autoridad, rechacé los modelos del mundo antiguo a fin de imitar mejor a la gente de mi edad, rompí con la tradición y tomé el partido de la insumisión muy al calor de la masa y, siguiendo mi impulso, llevé el celo hasta querer preceder al movimiento militando, durante algunos años, a la izquierda del izquierdismo. Desde ahí podía yo reprender a los tibios sin arriesgarme a que cayeran sobre mí mismo los rayos del superyó revolucionario.
Ahora bien, aunque yo hablara el lenguaje de la palabrería como si fuera mi lengua materna y hubiera puesto mi sede en la radicalidad, aunque pudiera embriagarme de competencias y emitir veredictos inapelables, se iba insinuando progresivamente un malestar en mí. Mi subjetividad se agrietaba sin previo aviso. Mi dogmatismo hacía agua. Otra educación iba minando las certezas que yo creía haber adquirido. La idea de una solución global del problema que me encantaba era derribada por el naciente descubrimiento de lo que significa en concreto ser un hombre entre los hombres. Ya me iba reconociendo cada vez menos en las consignas tajantes de mi tribu generacional. Se celebraba la liberación sexual, se afirmaba con un tono perentorio que todo es política. Este «se» me había tomado bajo su amparo. De él tomaba mi inspiración y hervía de impaciencia: lo poco que yo sabía de la vida en virtud de mi experiencia y mis lecturas desmentía silenciosamente sus fórmulas definitivas.
Sin embargo, llegó un día en que, superando el miedo adolescente de pensar a contracorriente, salí de este silencio. Corría el año 1974, tenía yo veinticinco años, cuando escribí en la revistaCritique un artículo titulado «Bêtises de Rousseau» («Tonterías de Rousseau»)1. En él comentaba sobre todo el episodio de lasConfesiones conocido con el nombre deidilio de las cerezas. Al final de una comida campestre improvisada, el joven Rousseau obtiene, como un exceso de confianza, besar una sola vez la mano de la señorita Galley. Para los libertinos que estaban entonces en el candelero, esta delicia furtiva era muy poca cosa, incluso un verdadero fiasco. ¡El palurdo no supo aprovechar la ocasión! ¡Qué vergüenza! Rousseau oye este juicio. Conoce todos los artículos de la nuevadoxa. Tiene en la oreja la risa burlona de los espíritus fuertes y, en vez de inclinar la cabeza, se enorgullece de su torpeza, reivindica la tontería de sus primeras emociones.
Sabiendo que es mucho más difícil de confesar el ridículo que un vicio resplandeciente o un pecado grave, por mi parte rindo homenaje a la audacia de Jean-Jacques y le admiro también por oponer a la voluptuosidad estampillada no la virtud, sino otra voluptuosidad que, según nos dice él mismo, vale como la primera, porque no es una carrera frenética hacia el desenlace final y porque «actúa continuamente». Rousseau, anacrónico en su tiempo, lo era también para el nuestro, que denunciaba la represión sexual y que, como ha escrito Annie Ernaux, convertía el hecho de tener dificultades para sentir placer en el coito en el insulto capital2. Yo no erigía en modelo de conducta a este personaje tan poco competitivo(perfor