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La noche que Samuel Durango alcanzó la libertad llovió tanto que las aguas del río Santa María se desbordaron en la inmensidad del bosque. Los truenos quebraron mil veces el cielo. Los perros ladraron y sus amos lloraron al ver cómo la riada se llevaba la siembra de toda la primavera. A los ojos de un hombre libre fue una noche oscura, ruinosa y desprovista de toda esperanza. No obstante, para aquellos que se aventuraron a escapar de la esclavitud fue la noche perfecta.
Samuel contaba doce años por aquel entonces, y, pese al tormento soportado en los dos últimos, guardaba buenos recuerdos de los diez primeros; antes de ser capturado, encadenado y vendido a un negrero británico en las playas de la Costa del Oro, territorio holandés de Guinea.
Un rayo iluminó su rostro. La mirada cansada, el ceño fruncido, el pelo largo y abultado sobre la testa y la ropa harapienta y empapada a causa de la lluvia. Se llevó una mano al pecho. El corazón le palpitaba tan rápido que apenas era capaz de asimilar lo que estaba ocurriendo. Huían. Abandonaban la plantación americana en la que llevaban meses atrapados a través de las aguas del río y representaban, sin saberlo, una humanidad frágil y raquítica, pero una humanidad en lucha, al fin y al cabo, contra los injustos designios de su tiempo.
—Agárrate bien y agacha la cabeza, niño —le susurró una mujer joven en un dialecto mandinga que el pequeño Samuel no supo reconocer. Aun así, obedeció de inmediato al ver que los demás se abrazaban las rodillas haciéndose un ovillo en el suelo. Escondió la cabeza entre las piernas y comprobó cómo el agua se levantaba ya más de un palmo del suelo. No es que se precisen grandes lujos para huir de la nada, pero aquellos africanos escapaban de la plantación en una barca tan penosa y destartalada que parecía estar a punto de hundirse.
El eco de un disparo sonó a lo lejos, y los perros volvieron a ladrar en la espesura del bosque. El hombre fuerte y canoso que aferraba los remos apenas se inmutó; al contrario, apretó los dientes y hundió con ímpetu las maderas en el agua. No había tiempo para nada más. Solo remar.
Aquellos negros huían del infierno, y tal y como se rumoreaba en los barracones de las Carolinas, había una oportunidad en la vida para escapar del averno. No más. Por eso mismo no podían malgastar el tiempo en dudar, en maldecir o en lamentarse. Al menos mientras las garras del mismo diablo los persiguieran en plena noche.
La lluvia continuó cayendo de forma incesante, camuflando con un ruido abrumador el sonido que hacían los prófugos al deslizarse sobre el agua. Algunos susurros de ánimo y arrojo sirvieron para aliviar tensiones. Luego pasaron unos minutos densos como las raíces de los fresnos que emergían del lodazal, y los aullidos rabiosos de los perros cazadores de esclavos sonaron aún más cerca. Demasiado. No había tiempo que perder.
Salimata, la mujer que desde que abandonaran la plantación había cuidado del pequeño Samuel, encontró un hueco idóneo para aproximarse con el bote al otro lado del río. Entre la maleza, los árboles caídos y las rocas desordenadas, asomaba una pequeña playa en la orilla española del Santa María. Nada más llegar a ella, la mujer destapó su rostro, hasta entonces cubierto por un pañuelo rojo, y miró a Samuel a los ojos.
—Hijo, no mires atrás. Esto es un ciprés. ¿Lo ves? Sigue el camino de los cipreses, sin parar. —Nada más decir aquello, lo ayudó a bajarse de la barcaza de madera en la que navegaban ellos dos, el hombre que remaba y otros dos chicos jóvenes, algo mayores que Samuel, a los que ayudó a apearse la mujer justo después.
En la orilla se juntaron los tres muchachos. El rostro empapado y los ojos rojos, ensangrentados, por no haber dormido en los últimos días. Los ot