: Ramón María del Valle-Inclán
: Femeninas
: NoBooks Editorial
: 9788415378891
: 1
: CHF 2.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 82
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Es el presente, un libro, que puede decirse por entero juvenil: Lo es por la índolé de los asuntos, porque su autor, lo escribe eri lo mejor de la vida; porque ha de' tenersele por un dichoso lcomi,enzo,...y en fin, porque, todo en él resulta nuevo y tiene su encan to y su originalidad. Con él gozamos de un placer ya que no - raro, al menos no mgy común, cuál es el de leer unas páginas qúe se nos presentan como iluminadas por cla ra luz matinal, y en las cuales la poesía, ¿la gracia y el amor, esas tres diosas propicias

(Villanueva de Arosa, 1866 - Santiago de Compostela, 1936). Ramón del Valle-Inclán fue un novelista, poeta y autor dramático español, además de cuentista, ensayista y periodista. Inicia estudios universitarios, pero no termina la carrera de Derecho, ya que muy pronto se decanta por la literatura. Tras pasar una temporada en Madrid, marcha a México donde escribe para la prensa y, sobre todo, conoce y asimila el Modernismo. Vuelve a Madrid y se incorpora a la vida cultural y bohemia de la ciudad como promotor del Modernismo. Provocativo y extravagante, su estilo literario evolucionó desde un exuberante modernismo y un maduro expresionismo hasta sus peculiares composiciones esperpénticas. De entre su obra destacan las cuatro Sonatas (de primavera, de estío, de otoño y de invierno), que suponen la culminación del modernismo español; Águila de blasón, la primera de sus llamadas comedias bárbaras; La lámpara maravillosa, resumen de su estética y ética; La cabeza del dragón, y Luces de Bohemia.

TULA VARONA

LOS perros de raza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!

Y añadió al acercarse:

—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!

Ramiro procuró tranquilizarla:

—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…

Ella interrumpióle saludando con una cortesía burlona:

—Sí, ya sé de otro modo, quizá no tuviese usted el alto honor de acompañarme.

Se reía con risa hombruna, que sonaba de un modo extraño en su pálida boca de criolla. Llevaba puesto un sombrerete de paja, sin velo ni cintajos, parecido a los que usan los hombres, guantes de perfumada gamuza, y borceguíes blancos, llenos de polvo. Su cabeza era pequeña y rizada; el rostro gracioso, el talle encantador. Gastaba corto el cabello, lo cual le daba cierto aspecto alegre y juguetón. Rehízo en el molde de su lindo dedo los ricillos rebeldes que se le entraban por los ojos, y añadió:

—Venga acá la escopeta, duque. Si aparece por ahí ese perro, usted no debe tirarle: es cuestión de agradecimiento. ¡Antes morir!

Riendo y loqueando tomó la escopeta de manos del duquesito, y se puso a marcar el paso. Sus movimientos eran muy graciosos, pero su alegría, demasiado nerviosa, resultaba inquietante como las caricias de los gatos. El duquesito, que se había quedado atrás, la desnudaba con los ojos. ¡Vaya una mujer! Tenía los contornos