Introducción. España, Europa y el mundo
Podemos definir como gran época de España aquella extendida entre el último cuarto del siglo XV y mediados del XVII, cuando el país dejó una huella profunda en la historia de Europa y de la humanidad, en contraste con los siglos posteriores en que la posición y acciones de España pasaron a un segundo o tercer plano, hasta hoy. Aquella época podemos deducirla simplemente por la consulta de los mapas del mundo.
Cualquier mapamundi nos informa con notable precisión de la distribución de océanos, mares y tierras emergidas en el planeta. Y nos parece algo tan obvio que no solemos reparar en que se trata de un conocimiento históricamente recentísimo, comparados con los muchos milenios de completa ignorancia humana sobre el mundo en su conjunto. Solo hace poco más de cinco siglos empezó el hombre sus arriesgadas empresas para explorar, cartografiar y hacerse una composición mental del planeta. Aquella ingente labor exigió algo también nuevo: el cruce de los grandes océanos.
Hasta finales del siglo XV la navegación seguía la línea de las costas o saltando entre tierras no muy alejadas. Los portugueses habían llegado así, contorneando África, hasta la India y las Islas de las Especias, y se habían adentrado 1.400 kilómetros en el Atlántico hasta las Azores. Pero exigía audacia especial penetrar miles de millas en el océano sin saber qué habría al final, si es que había algo o había un final. Para el hombre común, el mar y la tierra eran planas y sin fin, pero bastantes sabios, desde el helenismo, sostenían la hipótesis de la esfericidad de la Tierra. El cruce del Atlántico se hizo pensando llegar por el oeste al extremo oriente asiático. En cambio lo que se halló fue un inmenso continente, insospechado tanto para los descubridores como para los aborígenes, y al que terminó llamándose América.
Al poco de aquel hallazgo inesperado se descubrió detrás del nuevo continente otro océano, el Pacífico, que resultaría más del doble de extenso que el Atlántico y cuya travesía fue emprendida con el mismo ánimo hasta llegar, por fin, a un oriente asiático vagamente conocido en Europa. Confirmar prácticamente la esfericidad de la Tierra exigía solo volver al punto de partida siguiendo la dirección contraria a la inicial, y esto también se hizo. Aquellas odiseas en el curso de 30 años, junto con otras muchas no menos azarosas, cambiaron la imagen del mundo, permitiendo conocer la distribución de su superficie, sus climas y mil datos más, y comunicarse unos continentes con otros. Puede decirse que marcan un antes y un después en la historia humana. Esta labor titánica y sin precedentes se debió de modo principal a iniciativas de España en el siglo XVI, que continuarían en menor grado hasta desaparecer en el XIX, ápice de la decadencia española.
Tales empresas exigían una estricta organización a bordo y en tierra, y una técnica depurada en la construcción de naves y en la orientación en la infinidad de las aguas. Los buques, prodigios de la técnica por más que hoy nos parezcan primitivas cáscaras de nuez, no dejaban de ser inseguros ante los peligros del mar, bien certificados por los cientos de naufragios y miles de marineros ahogados a lo largo del tiempo. Pero no era solo asunto técnico: otros pueblos europeos poseían una capacidad naval equivalente, y los chinos podían construir barcos más grandes, y no carecían de estímulo económico; sin embargo unos y otros mostraron menos interés explorador. Sin minusvalorar el valor de la técnica, aquellas navegaciones fueron más bien fruto del espíritu inquieto y arriesgado de tantos exploradores y descubridores, que no pocas veces pagaron con sus vidas; y de la sociedad y gobiernos que los patrocinaban.
Si observamos ahora en el mapamundi la dispersión de las religiones, hallamos que la cristiana es la más extendida geográfica y demográficamente, con bastante diferencia sobre las demás (islam, hinduismo, budismo, etc.). Y que la rama cristiana con más fieles, es la católica, más que la ortodoxa y la protestante juntas. Esto se debe también a la acción española de los siglos XVI y XVII, tanto en Europa como en América y Filipinas. La religión ha desempeñado siempre un papel clave como núcleo generador de las culturas, aun cuando en muchos países ha sido sustituida en parte, desde el siglo XVIII, por ideologías que a su vez reúnen bastantes rasgos religiosos.
Europa fue durante siglos la principal sede de la cristiandad o continente cristiano por excelencia, y en él es relevante su distribución. Descontando algunos enclaves islámicos en los Balcanes, el catolicismo predomina en los países latinos, con fuerte influencia en países germánicos, Irlanda, Hungría y algunos eslavos, como Polonia, Croacia o Eslovenia; el protestantismo predomina en países germánicos, con poca implantación en los latinos y eslavos. La rama implantada en la Europa eslava, más Rumania y Grecia, es la que cuenta con más adeptos, seguida de la católica y la protestante. Y esta distribución, por lo que respecta a Europa occidental, es nuevamente obra ante todo de España.
Durante la llamada Edad Media el islam había conquistado la península ibérica, de donde había ido retrocediendo, mientras que en el siglo XV el islámico Imperio turco otomano se imponía en los Balca