Prólogo
Ver la vida en blanco y negro no es divertido.
Cuando eres niño, tu profesora te regaña por pintar el sol del color del mar o a las personas como la hierba. Tus padres intentan que identifiques los colores y, como no puedes hacerlo, creen que les ha salido una hija un poco lenta de entendederas. Tus amigos se quejan cuando en clase les hacen ver una película en blanco y negro y tú finges saber de qué hablan, aunque no lo hagas, porque no lo entiendes. Y cuando creces, te da pánico salir a la calle pareciendo un payaso porque lo que en tu espejo era gris, en el mundo real es una mezcla de colores horripilante.
No entiendes nada. Y lo que es peor: te sientes diferente, pero no sabes por qué.
Cuando yo tenía once años, mis padres se dieron cuenta de que mi problema iba más allá del daltonismo que me habían diagnosticado en preescolar. Me llevaron de nuevo al médico y tras mil y una pruebas dieron con el problema: acromatopsia, una palabra que me inquietó nada más oírla. A-cro-ma-top-sia. Suena a enfermedad terminal o al menos eso pensé yo cuando el doctor escupió la palabreja con los ojos clavados en mi madre, que aguardaba el diagnóstico sin atreverse a respirar , pero ni siquiera es una enfermedad degenerativa que me impida desenvolverme como una persona normal. Lo único que me sucedía era que no podía ver los colores, aparte del negro, el blanco y los tonos intermedios. Es decir, que mi vida sería siempre como una película de los años veinte.
Mis ojos siempre serían como los de un recién nacido y los colores siempre estarían fuera de mi alcance. No había cura ni tratamiento, dijo el doctor antes de que mis padres pudieran siquiera abrir la boca para preguntárselo; tendría que aprender a vivir con la enfermedad.
Con el paso del tiempo, incluso conseguí ver mi acromatopsia como algo positivo. Después de todo, me hacía especial, como me repetía siempre mi madre. Lo que nunca sospechó es que yo no era alguien especial entre treinta y tres mil, el porcentaje de personas con acromatopsia en el mundo, tal como dijo el médico. Siempre fui especial más allá de eso, y a lo largo de mi vida me encontré con muy pocas personas que supieron verlo.
De todos modos, yo nunca habría utilizado «especial» para definirme; la palabra adecuada para describir cómo me había sentido toda mi vida era «rara», con sus dos consonantes, sus dos vocales y sus millones de consecuencias. Así es como me sentía tres de cada dos días.
Es la azul repitió la niña, señalando insistentemente una de las dos chaquetas que había junto a mí. Me miraba con una mezcla de desesperación y de condescendencia enervantes.
Cogí la que creía que quería y le pregunté con un hilo de voz si era la suya. Resopló, como si fuera evidente, y asintió con vehemencia antes de arrancármela de las manos sin ninguna delicadeza. Ni siquiera me dio las gracias antes de salir corriendo hacia la cola de facturación donde sus padres esperaban junto a dos maletones.<