: Gabriella Campbell
: El fin de los sueños
: Plataforma Neo
: 9788416096244
: 1
: CHF 6.10
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: Kinderbücher bis 11 Jahre
: Spanish
: 378
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Dormir ha pasado a la historia en Ciudad Resurrección. Gracias a un sofisticado proceso que se creó durante la guerra, ya nadie malgasta ocho horas diarias en el descanso. Pero el cerebro humano sigue necesitando soñar. Por eso, una red controlada por el Gobierno elabora sueños artificiales, según las necesidades del inconsciente de cada individuo, con el fin de poner a punto la mente en pocos minutos. Una misteriosa joven aparece en los sueños de dos chicos muy diferentes: Ismael es el hijo de un artesano onírico clandestino de los suburbios; Anna es una privilegiada que vive en las alturas de la ciudad, hija de una importante burócrata. La joven les suplica que la salven, que la liberen de la oscuridad. Anna e Ismael se sienten inmediatamente atraídos por ella, y pronto descubren que no han sido los únicos que han recibido esas enigmáticas visitas. Pero ¿existe esa chica en el mundo real? Solo hay una manera de averiguarlo: adentrarse en el mundo onírico, donde no sirven las leyes de la lógica y la imaginación es la única vía para sobrevivir.

Gabriella Campbell (Londres, 1981) es licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y experta en Comunicación. Fue cofundadora y dirigió durante siete años la editorial Parnaso. Tiene dos poemarios publicados, uno con Víctor Miguel Gallardo a través de Ediciones Efímeras (El árbol del dolor) y otro con la editorial Alea Blanca (Happy Pills). Fue secretaria de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror durante varios años. En 2006 y 2008 consiguió el Premio Ignotus de Poesía, y ha colaborado como redactora en diversas revistas y páginas web, entre las que destaca la red literaria Lecturalia.com. José Antonio Cotrina (Vitoria, 1972) es licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas. Aunque comenzó a publicar a principios de la década de los 90, fue a partir del años 2000 cuando comenzó a consolidarse como escritor. Su primera novela publicada fue Las fuentes perdidas en 2003. Desde entonces ha orientado su carrera hacia la literatura juvenil, con obras como La casa de la Colina Negra, la trilogía El ciclo de la Luna Roja y La canción secreta del mundo. Tiene varios premios en su haber, entre ellos el UPC de novela corta de ciencia ficción, el premio Alberto Magno, del que ha sido ganador en tres ocasiones, y un premio Domingo Santos por su relato 'La niña muerta'.

SOÑAMOS PARA TI


Le encanta el mar. No hay nada en este mundo que le guste tanto como el mar decía el anciano . Ni siquiera yo murmuró, y, por primera vez desde que había llegado, asomó a sus labios algo semejante a una sonrisa . Vivíamos junto a la bahía y casi todas las mañanas dábamos un paseo por la playa. Luego llegó la guerra y lo envenenó todo. Recuerdo como miraba las olas, como se le perdía la vista entre ellas ¿Podría haber algo de eso? ¿Podría estar con ella dentro del sueño?

Ismael asintió.

Sin problemas le aseguró . Es fácil hacer aparecer a las personas más cercanas al soñador. Mucho más si el escenario donde va a transcurrir el sueño es un lugar de vivencias comunes. Sin darse cuenta estaba usando la misma jerga que empleaba su padre en esas mismas ocasiones. «El modo vendedor», lo llamaban, en broma.

Echó un vistazo a las notas que había tomado. No eran demasiadas: «Anciano agradable, con olor a naftalina. Te caería bien. Busca un sueño terapéutico básico para su mujer enferma. Un paseo al anochecer por la playa. Dice que le gustaría acompañarla». Se removió en la silla, le había temblado el pulso al escribir las últimas frases.

¿Cuánto me costaría lo que llevamos hasta ahora? preguntó el anciano.

De momento es un sueño de una única escena y le cobraríamos tarifa reducida. ¿Quiere añadir algún detalle más?

El anciano negó con la cabeza.

Con eso bastará. Lo que quiero es que ella lo pase bien. Quiero que lo disfrute. Que parezca real Se le estranguló la voz al decir aquello.

Lo parecerá y lo disfrutará le aseguró Ismael con una sonrisa . Nuestros sueños están cien por cien garantizados. «O todo lo garantizada que pueda estar una actividad ilegal», pensó para sí . Mi padre lo programará esta tarde y podrá usted venir a buscarlo mañana a primera hora, ¿de acuerdo?

El anciano afirmó que así sería y se despidió de manera educada. Ismael lo siguió con la mirada mientras se marchaba: caminaba despacio, como si cada paso le supusiera un gran esfuerzo. Y ese andar agotado no tenía nada que ver con la edad; su padre había caminado del mismo modo tras la muerte de su madre; de hecho, seguía haciéndolo. Al mismo tiempo que el anciano salía de la tienda, el griterío del mercado se coló dentro y se impuso al frenético tictac de los relojes que abarrotaban el local. Una vez que la puerta se cerró, la escandalera de fuera quedó silenciada. Ismael volvió a mirar las notas que había tomado. Suspiró, arrugó el papel y lo tiró a la papelera.

Se pasó una mano por el pelo. Los relojes continuaban con su monótono soniquete; estos no solo podían encontrarse en la tienda, se repartían por todos los rincones de la casa, de la que también formaba parte la relojería. A Ismael nunca le había molestado su ruido; hasta hacía bien poco, le había resultado consolador escucharlo. Cuando era niño y algo lo asustaba, su madre le pedía que prestara atención a esos tics y tacs, a esa melodía básica de dos movimientos que llegaba de todas partes a un tiempo.

¿Oyes eso? le preguntaba . Son los latidos de los corazones del ejército que cuida de ti. Aquí estás a salvo, Ismael. Los relojes nunca permitirán que te pase nada malo.

Pero no habían podido protegerla a ella. Su madre había muerto unos meses atrás en un estúpido accidente ferroviario: un vagón de un tren ligero descarriló por ir demasiado rápido y se precipitó al vacío. Ella ni siquiera iba en ese tren, solo estaba bajo las vías, de camino al mercado. Y, de pronto, su padre y él se habían quedado solos, abandonados en un mundo irreal, hecho de ausencia y pena. Y aunque el sonido de los relojes seguía sin molestarlo, ya no lo consolaba; al contrario, si les prestaba demasiada atención lo embargaba una tristeza desoladora.

Salió del mostrador, puso el cartel deCERRADO en la puerta y tecleó el código de seguridad que protegía el local. Era una tienda pequeña, con cientos de relojes antiguos de todo tipo repartidos por vitrinas y estantes. Había relojes de pared, de pulsera, de cadena cientos de ellos, todos en marcha y todos marcando horas dife