SOÑAMOS PARA TI
Le encanta el mar. No hay nada en este mundo que le guste tanto como el mar decía el anciano . Ni siquiera yo murmuró, y, por primera vez desde que había llegado, asomó a sus labios algo semejante a una sonrisa . Vivíamos junto a la bahía y casi todas las mañanas dábamos un paseo por la playa. Luego llegó la guerra y lo envenenó todo. Recuerdo como miraba las olas, como se le perdía la vista entre ellas ¿Podría haber algo de eso? ¿Podría estar con ella dentro del sueño?
Ismael asintió.
Sin problemas le aseguró . Es fácil hacer aparecer a las personas más cercanas al soñador. Mucho más si el escenario donde va a transcurrir el sueño es un lugar de vivencias comunes. Sin darse cuenta estaba usando la misma jerga que empleaba su padre en esas mismas ocasiones. «El modo vendedor», lo llamaban, en broma.
Echó un vistazo a las notas que había tomado. No eran demasiadas: «Anciano agradable, con olor a naftalina. Te caería bien. Busca un sueño terapéutico básico para su mujer enferma. Un paseo al anochecer por la playa. Dice que le gustaría acompañarla». Se removió en la silla, le había temblado el pulso al escribir las últimas frases.
¿Cuánto me costaría lo que llevamos hasta ahora? preguntó el anciano.
De momento es un sueño de una única escena y le cobraríamos tarifa reducida. ¿Quiere añadir algún detalle más?
El anciano negó con la cabeza.
Con eso bastará. Lo que quiero es que ella lo pase bien. Quiero que lo disfrute. Que parezca real Se le estranguló la voz al decir aquello.
Lo parecerá y lo disfrutará le aseguró Ismael con una sonrisa . Nuestros sueños están cien por cien garantizados. «O todo lo garantizada que pueda estar una actividad ilegal», pensó para sí . Mi padre lo programará esta tarde y podrá usted venir a buscarlo mañana a primera hora, ¿de acuerdo?
El anciano afirmó que así sería y se despidió de manera educada. Ismael lo siguió con la mirada mientras se marchaba: caminaba despacio, como si cada paso le supusiera un gran esfuerzo. Y ese andar agotado no tenía nada que ver con la edad; su padre había caminado del mismo modo tras la muerte de su madre; de hecho, seguía haciéndolo. Al mismo tiempo que el anciano salía de la tienda, el griterío del mercado se coló dentro y se impuso al frenético tictac de los relojes que abarrotaban el local. Una vez que la puerta se cerró, la escandalera de fuera quedó silenciada. Ismael volvió a mirar las notas que había tomado. Suspiró, arrugó el papel y lo tiró a la papelera.
Se pasó una mano por el pelo. Los relojes continuaban con su monótono soniquete; estos no solo podían encontrarse en la tienda, se repartían por todos los rincones de la casa, de la que también formaba parte la relojería. A Ismael nunca le había molestado su ruido; hasta hacía bien poco, le había resultado consolador escucharlo. Cuando era niño y algo lo asustaba, su madre le pedía que prestara atención a esos tics y tacs, a esa melodía básica de dos movimientos que llegaba de todas partes a un tiempo.
¿Oyes eso? le preguntaba . Son los latidos de los corazones del ejército que cuida de ti. Aquí estás a salvo, Ismael. Los relojes nunca permitirán que te pase nada malo.
Pero no habían podido protegerla a ella. Su madre había muerto unos meses atrás en un estúpido accidente ferroviario: un vagón de un tren ligero descarriló por ir demasiado rápido y se precipitó al vacío. Ella ni siquiera iba en ese tren, solo estaba bajo las vías, de camino al mercado. Y, de pronto, su padre y él se habían quedado solos, abandonados en un mundo irreal, hecho de ausencia y pena. Y aunque el sonido de los relojes seguía sin molestarlo, ya no lo consolaba; al contrario, si les prestaba demasiada atención lo embargaba una tristeza desoladora.
Salió del mostrador, puso el cartel deCERRADO en la puerta y tecleó el código de seguridad que protegía el local. Era una tienda pequeña, con cientos de relojes antiguos de todo tipo repartidos por vitrinas y estantes. Había relojes de pared, de pulsera, de cadena cientos de ellos, todos en marcha y todos marcando horas dife