: Richard Stern
: Stitch
: Ediciones Siruela
: 9788419207654
: Nuevos Tiempos
: 1
: CHF 8.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 248
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
UN CLÁSICO SECRETO DE LA LITERATURA NORTEAMERICANA Del autor de Las hijas de otros hombres «La fluidez del libro es excelente: una escritura llena de gracia, que comunica de inmediato una gran cantidad de sentimientos y significados. Stitch es algo muy bueno».  Saul Bellow «Stitch es brillante. Nadie que yo conozca ha retratado a los expatriados estadounidenses con semejante franqueza y vivacidad».  John Cheever «Stitch dice la verdad, y, por supuesto, mucho más que la verdad. La emoción está ahí, plenamente. Es el mejor libro de Richard Stern».  Bernard Malamud «Siempre he admirado la elegante ficción de Richard Stern por su lenguaje impecable, su refinada erudición y, sobre todo, su brillante ingenio».  Thomas Berger «Las obras de Richard Stern poseen el rasgo distintivo de la gran literatura: hacer habitable un mundo cuyo significado se nos escapa, pero cuya belleza no deja de deslumbrarnos». Rafael Narbona, El Cultural En busca de la gloria literaria, Edward Gunther deja su trabajo como redactor publicitario, vende todo lo que posee y se muda con su esposa y sus tres hijos de Chicago a Venecia. Pero el éxito no llega sin dolor ni tan rápido como esperaba. Durante su primer mes en Italia, Edward lucha por publicar sus ensayos, discute con su esposa sobre las finanzas familiares y se embarca en un inestable romance con la poeta Nina Callahan. Justo cuando parece que sus sueños nunca se harán realidad, descubre que Nina ha trabado amistad con el famoso Thaddeus Stitch, indiscutiblemente uno de los mejores escultores del siglo XX. Si alguien tiene la chispa de la genialidad ese es Stitch, y quizá algo de su energía creativa se contagie a Edward, para quien el aliento de semejante luminaria lo significaría todo. Pero también el maestro se encuentra en un impasse vital. Anciano e incapaz de aceptar que el mundo pueda seguir adelante sin él, el artista siente que su tiempo se agota y que su obra maestra -un conjunto escultórico levantado en una isla en la laguna- terminará también desapareciendo bajo las crecientes aguas del Adriático. Publicada en 1965, poco después de conocer a Ezra Pound -inspiración directa de la figura de Stitch-, Richard Stern firmó, sobre el trasfondo de un invierno neblinoso en una de las más bellas ciudades del mundo, una de sus grandes novelas.

Richard Stern (Nueva York, 1928-Tybee Island, 2013) es uno de los grandes escritores estadounidenses del siglo XX y uno de los más secretos. Amigo de Borges, Beckett y Pound y admirado por John Cheever, Saul Bellow, Bernard Malamud, Joan Didion o Flannery O'Connor, impartió clases en la Universidad de Chicago durante más de cuarenta años y fue autor de ocho novelas, cuatro colecciones de relatos y tres libros de ensayo. Las hijas de otros hombres se publicó por primera vez en 1973 y está unánimemente considerada como su mejor trabajo.

CAPÍTULO 1

Elvaporetto a la Giudecca que Edward solía coger por la noche zarpaba del muelle de San Zaccaria a las 11:59, hora extraña que acrecentó su miedo a perderlo y tener que pasar una hora más deambulando por lariva. Necesitaba por lo menos quince minutos para llegar desde Santa Maria del Giglio, a pesar de ir alternando trotecillos con paso ligero. Si la Piazza estaba despejada, los trotes lograban su objetivo y llegaba con un par de minutos de antelación; los hombres de la ACNIL alzaban las manos para tranquilizarlo mientras él corría por el puente que había frente al Hotel Danieli. A pesar del peso creciente que depositaba en las básculas venecianas (ninguna exacta, pero todas de acuerdo en que su carne se acumulaba), sus carreras mejoraron a lo largo de octubre, pero, en noviembre, la marea alta de la Piazza y de los puentes lo retrasaba tres o cuatro minutos, el tiempo que tardaba en vadearla a saltitos y brincar de una tabla a otra en la pasarela elevada de la Piazza. Una o dos veces había cogido el barco en el mismo momento en que desataban los cabos de los bolardos.

El jueves anterior a lo que sería el Día de Acción de Gracias en los Estados Unidos —los Gunther no se habían acordado hasta que McGowan, aquel cónsul insensato y lascivo, dijo que les iba a llevar un pavo del economato militar de Vicenza—, Edward no solo encontró marea alta, sino una niebla terrorífica que ocultaba la ciudad y lo obligó a ir dando palos de ciego por calles y puentes hasta la Piazza, donde comenzó a dar zancadas con el brazo extendido ante él para interponerlo en el camino de lo que pudiese aparecer. La gran anchura de la Piazza era apenas una gasa de luz, y el Campanile, que de costumbre aparecía ante él como el Empire State, era una vaga sospecha de piedra en medio de la falta de precisión general. Cuando empezó a tantear los grandes pilares del Palacio Ducal para sortearlos, dieron en sonar las campanas de medianoche; primero las de San Zaccaria y luego la Marangona, la barítona del Campanile, difusa ella también por la niebla. «Lo he perdido». Una sirena de niebla rezongó sobre la laguna invisible.

De la ventanilla de los billetes colgaba un cartel: los barcos no cruzarían hasta que no se despejase la niebla; el empleado de la ACNIL que había en el interior suponía que harían falta horas. Edward se sentó en la barandilla del muelle, temblando y sudando, enjugándose la cabeza con su bufanda amarilla, inspirando profundamente y luchando por mantener el estampido que habitaba el interior de su pecho a un nivel inaudible. En medio de aquel algodón helado y sin filos, el viento empujaba las góndolas contra las cuerdas dentro de su encierro acuático; las cuerdas se deslizaban de arriba abajo y arrancaban gemidos de las estacas. «Atrapado».

Regresó caminando por donde había corrido, con la difusa intención de dirigirse al Zattere, al otro lado de la ciudad, desde donde salíantraghettos rumbo a la Giudecca cada media hora, con niebla o sin ella, pero para cuando llegó al Palacio y empezó a caminar a tientas de pilar en pilar, ya había decidido volver a casa de Nina.

En Santa Maria del Giglio, subió la calle, llamó al timbre, respondió al «Chi è?» con un «Otra vez yo» y corrió escaleras arriba con el nuevo chucho de Nina, Charley, regalo de un gondolero, pisándole los talones.

—Niebla. No hay barcos.

Ella aún llevaba el jersey y la falda. Él se quitó el abrigo y los zapatos y se tumbó en el incomodísimo sofá.

—¿No tienes sueño hoy?

—No eres el único invitado esta noche.

¿Sería posible?

—Lo siento, Nina. —Fue a buscar sus zapatos—. Me marcharé.

—Quédate donde estás. No es necesario evacuar. El té estará listo dentro de un minuto. No te habría dejado entrar si fuese una situación comprometida.

A lo mejor era una mujer. Está claro que debería ponerse los zapatos y ajustarse la corbata. Pero ¿por qué no se lo había dicho antes?

Nina entró en la cocina, un pequeño cuadrado contiguo al cuchitril de techo bajo que hacía las veces de dormitorio, salita y estudio, con sus tres sillas rectas, una estantería con cuatro baldas de libros, una mesa cubierta de papeles, lápices, libros, una lupa, fichas de cartulina, impresiones en color de los frescos del palacio Schifanoia, un estudio de Pevsner, un zodiaco del sigloXIV, una desastrada alfombra para perros y la cama. Un lugar algo deteriorado para ahuyentar el frío; oscuro y acogedor. Nina volvió con un plato de galletas y tartaletas.

—Esto es una verdadera afrenta para el perro. ¿Quién es?

Había sonado el timbre. Tiró de la cuerda que abría sin preguntar «Chi è?».

—Ahora lo