: Juan Evaristo Valls Boix
: Metafísica de la pereza
: Ned Ediciones
: 9788418273759
: 1
: CHF 9.60
:
: Philosophie
: Spanish
: 192
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Si en 1867 Marx señalaba en El capital que el trabajo era una necesidad natural del ser humano, en 1883 su yerno Paul Lafargue se apresuró en vindicar un derecho a la pereza. Desde entonces, el trabajo ha constituido tanto la forma de vida como la dominación generalizada en las sociedades capitalistas, sin dejar siquiera una pausa para preguntarse si acaso la existencia continuaba más allá de la fábrica. «Hago películas para ocupar mi tiempo», escribió más tarde Marguerite Duras. «Si tuviera la fuerza de no hacer nada, no haría nada. Como no tengo la fuerza de no ocuparme de nada, hago películas», sentenció. Este ensayo recorre las tentativas de artistas y escritores que han criticado la ideología de la productividad y han defendido a ultranza la ociosidad y la pereza como forma de resistencia al gobierno de nuestras vidas. Desde sus obras, la inacción y la inoperancia constituyen la forma más alta de disidencia, en un cruce entre estética y política que no entiende de revoluciones, pero sí de la felicidad de los tiempos muertos. Un libro exquisito al alcance de todo lector que aspira a componer una teoría general de la vagancia. «De Britney Spears a Søren Kierkegaard, pasando por Simone Weil, Anne Carson o Judith Butler, la Metafísica de la pereza es un extraordinario diagnóstico de nuestro tiempo. Una vez empecé a leerlo ya no pude abandonar su prosa provocadora y radical». Joan-Carles Mèlich

Juan Evaristo Valls Boix es profesor asociado de filosofía contemporánea y estética en la Universidad de Barcelona y miembro del grupo de investigación Pensamiento Contemporáneo Posfundacional. Ha publicado el ensayo Giorgio Agamben. Política sin obra (Gedisa, 2020).

Fundamentación de la metafísica
de la pereza

B.: ¿Es necedad amar? R.: No es gran prudencia.

B.: Metafísico estáis. R.: Es que no como.

B.: Quejaos del escudero. R.: No es bastante.

Del diálogo entre Babieca y Rocinante,
enEl Quijote

Un día de febrero de 2007, Britney Spears cogió el coche y se fue a la peluquería. Quería abandonarlo todo, pero para eso tenía primero que destruir su imagen, hacerse otro rostro. Despojarse de su melena era la mejor estrategia —pensaba mientras ajustaba el retrovisor— para acabar con el vasto reinado de su nombre. Su carrera había comenzado enThe Mickey Mouse Club, cuando todavía era una chica de once años que cantaba en el coro de una iglesia en Kent­wood, Louisiana, el pueblo de dos mil habitantes en que nació. Cuando su imagen como niña dejó de ser lucrativa, llegó el momento de rentabilizar su sexualidad incipiente de colegiala católica. Le desabotonaron la camisa del uniforme, le acortaron la falda, multiplicaron su imagen para hacerla aparecer en las habitaciones de todos esos adolescentes noventeros que necesitaban darle un rostro a su confuso objeto de deseo: también a ellos su soledad les estaba matando.

La presencia de Britney, caliente y cándida, rubia y bronceada, arrasaba con la fuerza de un ídolo cuantas portadas, pósteres, modas y merchandisings encontraba a su paso. La envergadura de su presencia solo era comparable con la velocidad de su agotamiento: portada de laRolling Stone en 1999, encantadora de pitones en la MTV en 2001, cowboy Denim Denim a juego con su novio Justin Timberlake, Britney estaba en todas partes y no había nada que Britney no tocara. Y que algo fuera tocado por Britney, insidiosa brujería fetichista, suponía un encantamiento, un fuego sexual que hacía bailar el valor de todos los valores. La embriaguez de su capital personal crecía, exorbitado, más allá de los límites que contienen una vida. De camino a la peluquería, Britney cruzaba los semáforos unos segundos antes de que cambiaran de color.

La princesa del pop era una slave 4 U. Su fantasma, de juventud invencible, reinaba imperturbable en el imperio global del deseo. Todas sus canciones se alimentan de su vida y de su cuerpo hasta no dejar ni las raspas. Britney se casó en Las Vegas para anular el compromiso en cincuenta horas, se volvió a casar y filmó unreality para lanzar la carrera de rapero de su segundo marido, ingresó en un centro de rehabilitación para contener su consumo de drogas y alcohol. Lo abandonó en 24 horas. Asediada por una invasión constante, todo en su intimidad se desmoronaba, pero importaba más bien poco, porque la basura y la miseria también eran Britney, otro pedazo suyo que todo el mundo quería. Todo cuanto ella pudiera ser se volvía capitalizable, siempre había un deseo que se satisfacía con la imagen mutante de Britney: Britney sexy, Britney gorda, Britney flaca, Britney pop, Britney loca, Britney católica, Britney escándalo. Su silueta femenina era el significante vacío que corría, imparable, en el circuito hiperconectado de la industria libidinal:gimme more, gimme, gimme, more. Antes de girar la esquina para alcanzar elhair salon, Britney se acuerda de que tiene que poner una lavadora, después de todo.

Mientras conducía aquel día de febrero de camino a la peluquería, resonaba en su cabeza la misma pregunta que Blanchot se formulara enLa conversación infinita: ¿cómo haremos para desaparecer? Raparse la cabeza, incluso cuando la peluquera se negó a hacerlo, y atacar a los p