: Tom Bouman
: Caza al amanecer
: Ediciones Siruela
: 9788419207296
: Nuevos Tiempos
: 1
: CHF 9.70
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 320
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
EL LADO MÁS OSCURO DEL SUEÑO AMERICANO «Una novela extraordinariamente inteligente, marcada por la presencia de un villano inolvidable que se desliza por sus páginas con la misma lúbrica maldad que Max Cady en El cabo del miedo. Tom Bouman es mi nuevo escritor de misterio favorito».  Nickolas Butler «Sombrío, ágil, imposible abandonar su lectura. Si hay justicia en el mundo, Tom Bouman debería convertirse en una gran estrella».  Joe R. Lansdale «De las novelas de Tom Bouman podríamos destacar lo elaborado de sus tramas o la riqueza de los personajes, pero al final todo se resume en lo condenadamente buena que es su prosa».  Craig Johnson «Un magnífico escritor. Uno de esos a quienes, sin duda, no podemos perder de vista». Dennis Lehane En Wild Thyme, Pensilvania, el verano no ha traído más que problemas al oficial Henry Farrell. La heroína ha llegado a la zona y, con ella, un dramático incremento de la delincuencia. Sin embargo, aún le queda algo de tiempo para disfrutar de sus aficiones favoritas: cazar, beber cerveza, conducir sin rumbo fijo por los lagos y los bosques en su vieja camioneta o tocar bluegrass con su grupo de amigos. Pero cuando un vecino admite haberle disparado a un hombre y comunica la desaparición de su novia, los días apacibles del oficial parecen tocar definitivamente a su fin. Por si fuera poco, el hallazgo de un cadáver no identificado en el río Susquehanna, que apunta a la vinculación de ambos casos, terminará de complicarlo todo... Después de Huesos en el valle, Tom Bouman nos entrega otra impecable novela negra en la que el ritmo de los mejores thrillers y las magistrales pinceladas literarias alcanzan un perfecto equilibrio. Henry Farrell, su antológico protagonista, es un hombre común, tan humano, tan imperfecto y desorientado sobre el sentido de la vida como cualquiera de nosotros y, sin embargo, con la misma innegociable determinación de seguir adelante y plantarle cara, una y otra vez, al lado más oscuro y salvaje del sueño americano.

Tom Bouman es novelista y editor. Con Huesos en el valle, primer título de la serie protagonizada por el oficial Henry Farrell, ganó el Edgar Prize a la mejor primera novela y el Los Angeles Times Book Prize en la categoría de thriller.

 

El sol empezaba a conquistar el cielo oriental cuando yo viajaba ya con mi camioneta por un prado camino del lago Maiden’s Grove. En los montes, los álamos temblones perdían hojas como nubes de un verde pálido, y abajo, esparcidas entre la hierba, las violetas se levantaban ante la húmeda y fría primavera. Dondequiera que mirases, el verano asomaba la cabeza.

No sé quién le pondría a este lago el nombre de Maiden’s Grove, pero seguramente fuese la misma persona que llamó a nuestro municipio Wild Thyme, hace doscientos años, cuando el norte de Pensilvania aún era zona fronteriza.1 Al llegar esa gente, el lago estaba ahí: un surco glacial profundo alimentado por manantiales que desembocaba en el arroyo January, para luego conectarse al río Susquehanna en algún punto al sur y recorrer cientos de kilómetros hasta la bahía de Chesapeake.

Con un giro a la derecha enfilé la carretera que llevaba a una docena de casitas apostadas a la orilla del lago. Las habían construido en la década de 1930, cuando la familia propietaria de la mayoría del terreno circundante vendió unas cuantas parcelas para sacar dinero. Esa familia, de apellido Swales, evidentemente se había enriquecido también en el (por entonces) próspero condado de Luzerne. Hasta hace poco, habían dejado sin urbanizar las otras tres cuartas partes del lago. Los vecinos de las casas de la orilla sur eran gente pulcra y acaudalada que apreciaba la calma y la soledad. Abastecieron el lago de truchas y prohibieron las lanchas. A la altura de la casa número siete, aparqué junto a una ranchera Mercedes de color azul marino y fui caminando hasta el lateral de la vivienda. El sol de media mañana repartía una luz blanca por la superficie azul del lago, una luz que podía olerse. Rhonda Prosser, una mujer delgada de mediana edad con las extremidades enjutas típicas de una fondista, estaba agachada delante de una ventana rota del sótano. Se incorporó al verme llegar. Llevaba unas rastas grises con aros de plata y dijes entretejidos y tenía una cara adusta y bonita, la cara de una mujer blanca, por decirlo sin rodeos, rastas aparte. La había visto acompañada de su marido en las reuniones municipales mensuales del verano. Los dos habían hecho del acoso al gerente municipal —mi jefe, Steve Milgraham— su cruzada personal por cuenta de la fracturación hidráulica. ¿Cómo estaba cuidando de nosotros concretamente la Agencia Medioambiental? ¿Dónde iba a parar el dinero recaudado gracias al impuesto contra pozos petrolíferos y de gas no homologados? Por este motivo la pareja se había hecho famosa en el condado de Holebrook, pese a ser residentes del estado de Nueva York, al norte de la frontera.

Rhonda me miró por encima de unas gafas de media luna que se le aferraban a la punta de la nariz.

—Henry Farrell, de Wild Thyme —le dije.

—Sí, lo sé. Esperaba que viniese la policía estatal —me respondió.

—Bueno...

—¿De esto piensa ocuparse? Porque ya he llamado otras veces, y le he dejado mensajes en el contestador, por la gente esa que la lía cada dos por tres en las tierras de Andy Swales, y no ha movido usted un dedo.

Tenía razón. Andy era el príncipe de la familia Swales y el año anterior se había construido un castillo de piedra en un monte con vistas a la orilla norte, además de una caseta para botes y un embarcadero. Desde la casa de los Prosser se veía un torreón.

Swales le había cedido parte de sus tierras y una caravana a la joven pareja que formaban Kevin O’Keeffe y Penny Pellings a cambio de que ellos le cuidaran la casa y los terrenos, y eso que ninguno de los dos era famoso por cuidar de nada. Hacía cosa de un año, los servicios de protección de menores les habían quitado a su hija recién nacida, Eolande, en un caso que se había hecho medianamente público. Aquel invierno, aparte de pasarme por allí alguna vez que otra por temas relacionados con los intentos de la pareja por recuperar a Eolande, tuve que presentarme en la caravana un día por una aviso de violencia doméstica; nada del otro mundo: un par de jipis enfrascados en una riña que había ido demasiad