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Era un día insólito, uno de esos que te empujan a marcharte de donde siempre has estado asentado sin pedirte tu opinión. Tomándote la molestia de agarrar un mapa y de trazar una línea recta entre Alès y Mende, sin duda pasarías por ese rincón olvidado de las Cévennes. Un paraje llamado Les Doges, con dos granjas separadas unos cientos de metros, grandes espacios, montañas, bosques, algunos prados, nieve una parte del año, y roca donde disponerlo todo. Había colores que explicaban las estaciones, animales, y también humanos, que tanto esperaban como desesperaban, igual que niños forjando sus sueños, con la misma rebeldía incrustada en el corazón, las mismas batallas por librar, de esas que convierten las victorias en efímeras y las derrotas en eternas.
La aldea más cercana se llamaba Grizac, situada en el término de Pont-de-Montvert. Un camino los unía, y bien debía de llevar a algún sitio si uno se entretenía en averiguarlo.
Aquí vivía Gus desde hacía más de cincuenta inviernos. Fue un mes de diciembre cuando esta tierra lo acogió y su madre lo escupió sobre unas sábanas tiesas y toscas como tablas de castaño, sin que él se sintiera obligado a gritar, como para marcar su funesta impronta en una casa ancestral; una manera de darse de bruces con la soledad, ya entonces, en aquel instante que lo convertía en alguien por la mera entrada de un flujo de aire en su boca torcida. Más tarde, la gente diría que no deberían haberle sacudido de tal modo por descuajarle el dichoso grito y que, si con el tiempo prefirió hablar con los animales antes que con los hombres, era un poco por su atasco al arrancar. Pero ¿quién puede decir cómo habrían sido las cosas si todo hubiese sucedido con normalidad? ¿Y quién habría podido sostener que la voluntad del Todopoderoso no era precisamente la de cambiar el lance para Gus y que esa singularidad no auguraba sino un destino superior? Lo que estaba claro era que ni siquiera las almas más caritativas se avergonzaban de señalar con el dedo a aquel pez que nadaba a contracorriente desde su nacimiento.
La granja de Gus se empinaba en lo alto de Les Doges, a una docena de kilómetros de Pont-de-Montvert a vuelo de pájaro. Se componía de unas construcciones viejas, tierras de cultivo y monte bajo en sucesión hasta un bosque de castaños, pinos, robles, hayas y alerces, básicamente. Todo aquello ocupaba veinticuatro hectáreas, aunque para ser precisos habría que decir que entre Les Doges y el pueblo los kilómetros no duraban lo mismo, dependiendo de si la estación era buena o mala. Por esos andurriales, las distancias no se miden en metros, sino en tiempo; y Gus no era ningún pájaro.
Circulaban antiguas leyendas sobre Les Doges y su bosque bendito. Se decía que el nombre que le habían puesto era el contrapunto exacto de lo que allí había ocurrido, suponiendo que tenga sentido pensar que un lugar pueda atraer la desgracia más que otro. Desde entonces, las leyendas se olvidaron, pero el nombre se conservó. ¡Había cosas más importantes que hacer! Decir que Gus amaba su tierra sería mucho decir, pero como tampoco conocía nada más, se había hecho a la idea de acabar sus días en ella. No era ni infeliz ni demasiado feliz. Aquel era su lugar en medio de la vasta ordenación del universo, dado que era incapaz de imaginar otro. Pensándolo bien, es muy posible que jurase que pocos hombres podían decir lo mismo, y que disponer de una silla propia en la que dejar caer su trasero no estaba al alcance de todo el mundo. Siempre se había conformado con lo que tenía, no por gusto ni convicción