EL CHICO ÁRBOL
El Chico Árbol asoma cuando la clase ya ha empezado. Camiseta blanca ajustada, botas con punta de acero, pantalones cargo lavados con el programa de ropa delicada y llenos de manchas de árbol gomero. Lo he visto usando una motosierra tantas veces como disertando acerca de los primeros grandes fotógrafos. Talbot. Cartier-Bresson. Aunque me habla de diversos lugares donde ha vivido, solo soy capaz de imaginarlo cerca del Pacífico. Una vida en la península Olímpica. Un legado marcado por los camiones forestales y la pobreza.
El Chico Árbol es el más mimado y a la vez el más gamberro del programa de posgrado. Llegó a la universidad gracias a una beca. Trabaja en el monte por necesidad. La facultad nunca le permite olvidar su gran talento —tan evidente que no necesita padrinos—. En el campus se oyen comentarios casuales sobre su trabajo: el Chico Árbol corta las ramas de la universidad y usa la carga de leña como material artístico. Entre tantosmíticos linajes originarios de la costa este, es como si él encarnara todo cuanto aborrecen de esta ciudad, tan al norte y tan al oeste que muy bien podría situarse en Alaska. Sin embargo, a la hora de repartir premios o puestos docentes, siempre lo señalan a él.
El Chico Árbol vive de alquiler en un ático cerca del acantilado del lago Union con vistas al oeste, a su tierra. Suelo llevarlo en coche a casa. Nunca me invita a entrar, pero empieza a sentarse a mi lado en clase. O me espera plantado en la puerta de mi estudio con un vaso de cartón lleno de café en una mano y una bolsa marrón arrugada con melocotones en la otra. Va proclamando por ahí que ya no hace fotos, que una fotografía nunca podrá estar a la altura del objeto real. Pero cuando le enseño las que hice el año que viví en Roma, me dice que le gustaría quedarse con una.
Una noche, el Chico Árbol se pone a deambular por mi estudio. Ya es muy tarde. Sin darse cuenta, se quita el lápiz que lleva detrás de la oreja y lo hace rodar por su pelo corto, por todo el cuero cabelludo hasta la nuca y vuelta a empezar. Me dice que ha venido a ver mi trabajo, y observa mis fotografías en silencio. Mientras va pasando las imágenes de una en una, me siento desnuda bajo su mirada. Y lo estoy. He hecho una serie de autorretratos, primeros planos de mi cuerpo tan de cerca que el paisaje de la piel se vuelve irreconocible en muchos de ellos. El pliegue del codo. El borde difuminado de la cara interna del muslo. En todo caso, creo que él sí es capaz de reconocerlos. Sin pedir permiso, descuelga una hoja de contacto de la pared y se sienta en mi silla con treinta y seis negativos de mi pecho izquierdo en la mano. Al levantar la vista, me dice que mis fotos son infantiles.
Luego me pregunta si me apetece una cerveza.
Seattle parece dulce después de Chicago. Demasiado verde y demasiado hermosa. Demasiado sosegada. Encierra un lado siniestro, pero este permanece camuflado tras las glicinias en flor y las inofensivas casita