Esto era de cuando las doncellas permanecían en las cuevas de los dragones hasta que un caballero las rescataba. Ninguna estaba allí mucho tiempo, es verdad; a menudo, nada más el dragón comenzaba a descerrajar las mandíbulas, aparecía un caballero, le rebanaba la cabeza al dragón y se llevaba a la doncella para convertirla en buena esposa y prolífica madre de familia.
Claro que, a veces, el caballero se retrasaba y entonces la doncella tenía que entretener al dragón. Para ello, dadas las dimensiones que las cuevas solían tener, solo les era permitido contar con un arpa, porque la música amansa a las fieras, o con una rueca, porque entre su zumbido y el girar del huso las hipnotizaba.
Pero la doncella de esta historia no contaba ni con una cosa ni con la otra. Con arpa no porque, cuando le tocó el turno a su hermana Rosaura, la muy boba se la dejó en la cueva con gran disgusto de todos, pues era un arpa de familia y se la habían estado pasando de madres a hijas desde el tiempo en el que el rey David la inventara. Y con rueca tampoco, pues estaban prohibidas en ese reino desde lo de la Bella Durmiente. Así que no tuvo otra solución que descolgar el tapiz de la cabecera de su cama, enrollarlo y tirar para adelante con él en ristre. Era un tapiz muy curioso con muchas figuras extrañas y, desde que ella podía recordar, se había pasado las noches contándose historias sobre los dibujos. Las historias se entrelazaban, se agrupaban o se expandían inquietantes siguiendo los colores de los hilos. Entre el parpadeo de la lámpara de aceite ella adivinaba manchas raras que a veces eran ojos, lenguas, frutas, pájaros o navíos en animada acción. Nada de lo que pudiera soñar dormida podía comparársele a los fabulosos mundos que entreveía despierta.
Pues bueno, una vez que entró en la cueva nuestra doncella, el dragón se preparó para dar buena cuenta de su persona, pero entonces ella desenrolló una esquinita del tapiz. Solo la esquinita, porque desde luego estaban muy estrechos y no había sitio para nada.
—Veo veo —se puso a decir, pero apenas había comenzado a interesar al dragón cuando en la tierra retumbaron los cascos de un caballo, señal de que un caballero estaba al llegar.
Ella enseguida despejó todo, se sacudió las faldas, se ahuecó los pliegues, se colocó las trenzas en su sitio, se pellizcó las mejillas, se mordió los labios y se puso en posición de rezar para que la sorprendieran como Dios manda.
Y en esto que cesó el galope y a la entrada de la cueva relampagueó un escudo y se inflamó una espada, y el dragón cesó de relamerse y se dio la media vuelta para atacar, y el caballero retrocedió para coger carrerilla y entonces la doncella, que estaba mirando de reojo para no perderse nada, se dio cuenta de que el tal caballero no era caballero, ni muchísimo menos, porque no resaltaba en su armadura ni en su escudo ningun