Introducción
Hay una famosa viñeta delNew Yorkerque me encanta: data de 1993, en los albores de Internet, y muestra a un perro sentado sobre una silla de oficina, frente a un ordenador que parece ser un Mac. Nuestro perro habla con otro perro que le mira desconcertado y el pie de imagen reza: «En Internet nadie sabe que eres un perro». Vale, puede que sea así. Y a menos que lo anuncies a bombo y platillo, en Internet tampoco descubrirán que eres judía. El caso es que cuando escribí este libro, por primera vez en mi vida pasé mucho tiempo, un año al menos, sin contarle a nadie que era judía. Lo hice para escuchar lo que decían.
Con muchísima frecuencia me vi obligada a ocultar mi identidad para poder adentrarme en el entorno del nacionalismo blanco hasta donde me fuera posible. En la vida real soy una judía desgarbada y bisexual que vive en Brooklyn, alguien con una melena castaña llena de rizos, la viva semblanza de las madres de las novelas de Philip Roth. También soy alguien con una postura política definida: no tengo pelos en la lengua y, sin creerme particularmente sectaria, sí me situaría considerablemente a la izquierda del «Medicare para Todos». Sin embargo, al escribir este libro tuve que dejar de ser yo. Y lo que en ocasiones me encontraba me impelía a desear dejar de serlo a tiempo completo.
He aquí algunos ejemplos de lo que hice mientras trabajaba en este libro.
Me inventé cosas. Muchas cosas. Fue algo espectacular. Me saqué identidades de la manga, porque necesitaba infiltrarme en comunidades donde mi verdadero yo —el de una periodista judía, el de una conocida charlatana que odia el fascismo en Twitter— noera bienvenido. Así que tuve que convertirme en otras personas, e inventármelas sobre la marcha.
Fingí ser una cazadora rubia, esbelta y menuda que se había criadoen una comunidad de nacionalistas blancos de Iowa y ahora buscabapretendientes en una web de citas solo para gente de raza blanca.
Fingí ser un mozo de almacén de Morgantown, Virginia Occidental, que había tenido tendencias suicidas después de que su esposa lo abandonara, para volver a ser él mismo al engrosar las filas del movimiento nacionalista blanco y estar dispuesto a hacer lo que fuera para apoyar a sus hermanos en la causa común.
Me hice pasar por íncel: un virgen, uno de esos radicalizados «célibes a su pesar» que demuestran sentir un profundo odio hacia las mujeres por su escaso éxito en materia sexual.
Me infiltré en una célula de propaganda terrorista neonazi, consede en Europa, llamada División Vorherrschaft (Vorherrschaftsignifica «supremacía»), donde me hacía pasar por una joven muysexycon el alias «Aryan Queen» (Reina Aria) que estaba interesada en salvar a la raza blanca mediante el uso de la violencia.
Observé en silencio cómo unos neonazis fantaseaban sobre cómo sería violarme.
También me adentré en lugares sórdidos sin ocultar mi identidad;de hecho, hablé con gente mala y buena en el frente de la batalla por América.
Asistí con mi propio nombre a una conferencia deyoutubersde la ultraderecha en Filadelfia y fui expulsada de un casino.
Hablé con antifascistas que se habían prestado a defender a su comunidad en Charlottesville, Virginia.
Quise afiliarme a un ritual pagano de supremacistas blancos de la región de Albany, en el estado de Nueva York, pero me rechazaron los miembros mayores de una secta pagana de culturistas llamada Operation Werewolf (Operación Hombre Lobo).
Asistí a una infumable pelea de gallos de rapfreestyleentre nacionalistas blancos.
Vi a unos neonazis publicar fotos de niños trans, de niños judíos y de niños negros mientras hablaban de matarlos a todos.
A diario, durante casi un año, me infiltré en chats, en webs, en foros donde se compartían fotos de linchamientos como si fueran divertidos memes. Allí se usaban lemas como «MATAR JUDÍOS» y los asesinos eran tildados de «santos». En el aniversario de la matanza de la sinagoga de Pittsburgh, fui testigo de cómo elogiaban a Robert Bowers —el asesino de once judíos que habían acudido a orar allí—, al que veían como un héroe y un amigo. Adiario esc