Pasé el resto de la mañana en el instituto, interrogando a los empleados y registrando yo mismo cada rincón del edificio. No vi necesario enviar a nadie a comisaría: ya habría tiempo de que les tomaran declaración en los próximos días. Las muecas y aspavientos por la muerte del profesor Jude Kochanski —hacia el final de la mañana ya había aprendido a pronunciar el nombre con cierta desenvoltura, o eso quise creer— por parte de sus subordinados, entre los que había tanto alemanes como españoles —los primeros conformaban el profesorado, los segundos, el personal de secretaría, mantenimiento y limpieza— se me antojaron suficientemente espontáneas y genuinas para no sospechar de ninguno. Eso no significaba, por supuesto, que alguno hubiera podido engañarme y estar involucrado de algún modo en los hechos, pero dado que la principal hipótesis era que el profesor había sido asesinado a última hora del viernes por un agresor al que él mismo podía haberle abierto la puerta, y que por tanto no habría sido necesaria la participación de ningún empleado, y dado también que, en principio, no parecía que ninguno albergara ninguna motivación para cometer o facilitar el crimen, lo más sencillo era dirigir la atención a otro sitio, lejos del propio instituto, al entorno personal de la víctima.
A ello me puse nada más regresar a comisaría. Con la venia del comisario, envié a varios agentes a inspeccionar la vivienda de Kochanski y a hablar con sus vecinos. Preferí no ir yo mismo porque me había pasado toda la mañana interrogando a gente y tenía la mente saturada de repetir una y otra vez las mismas preguntas, y cuando uno está saturado corre el riesgo de cometer errores u omisiones graves. Además, tenía trabajo de sobra para mantenerme ocupado. Pedí a uno de los novatos que me subiera un bocata de un restaurante cercano —el Tobogán, en la calle Mayor, uno de los más exclusivos del centro y cuyos cocineros tenían a bien atender a las demandas puntuales de los empleados de la cercana Dirección General de Seguridad— y me pasé las primeras horas de la tarde clavado en mi mesa, revisando detenidamente los documentos que Mamen fue acercándome: los historiales del personal y las listas de alumnos, actividades y colaboradores del Instituto Goethe, y el informe redactado a toda prisa en la embajada alemana acerca de la situación laboral y familiar de la víctima. Según este, el profesor Kochanski había nacido en la ciudad de Bremen en el año 1898 y tenía una esposa y una hija en Múnich a las que aún estaban tratando de localizar. Antes de ser destinado a España en el año 56, había sido profesor de Lengua y Literatura Alemana en las universidades de Bolonia, en Alemania, y Berkeley, en los Estados Unidos, en la primera con anterioridad a la instauración del Tercer Reich, entre el año 28 y el 32, y en la segunda desde el año 33 al 47, cuando regresó a Alemania. Afortunadamente —para las autoridades españolas, y por tanto para mí—, en esos casi quince años de estancia o de exilio en los Estados Unidos, Jude Kochanski no había llegado a nacionalizarse estadounidense. De haber sido así, estaríamos hablando de una investigación criminal que involucraría tres gobiernos, lo que hubiera supuesto un berenjenal diplomático todavía mayor.
—Estáis con lo del alemán ese, ¿no?
Eran algo más de las seis y Mamen parecía cansada. Se había reincorporado de sus vacaciones ese mismo lunes y debía de sentirse aún desubicada, con la mente todavía perdida en alguna playa de la Costa de la Luz, donde solía veranear con la familia. No había cumplido aún los treinta años y ya había engendrado tres hijos. Su marido acababa de ser ascendido a teniente del Ejército y cobraba lo suficiente para mantenerlos a ella y a las criaturas, pero Mamen, en contra de la voluntad de este, se resistía a abandonar el trabajo. No es que le entusiasmara andar todo el día cargando papeles de un lado a otro o transcribiendo notas para el comisario, o que tuviera la aspiración de que alguna vez la ascendieran a otro cargo de mayo