I
Ese sector de Nassau Street que desemboca en el gran emporio de los corredores de bolsa y agiotistas de Nueva York ha estado ocupado durante mucho tiempo por los que ejercen la abogacía. Medianamente conocido entre esa clase desde hace algunos años, Adam Covert era un hombre de mediana edad y medios bastante limitados, que a decir verdad ganó más con engaños que con el honrado y legítimo ejercicio de su profesión. Alto y de rostro malhumorado, era viudo, padre de dos hijos, y últimamente había estado tratando de mejorar su suerte mediante un opulento matrimonio. Pero de un modo u otro sus galanteos no parecían prosperar y, con tal vez una excepción, las perspectivas matrimoniales del abogado eran irremediablemente poco halagüeñas.
Uno de los clientes más antiguos de Mr. Covert había sido un pariente lejano, apellidado Marsh, que, al morir un tanto repentinamente, dejó un hijo y una hija, además de una pequeña propiedad al cuidado de Covert, conforme a un testamento redactado por este mismo caballero. En todo momento con los ojos bien abiertos, el taimado abogado, amparado por la lamentable confusión que había provocado la situación crítica que requirió sus servicios, y disimulando su propósito bajo una nube de tecnicismos, introdujo en el testamento disposiciones que le otorgaban a sí mismo un control casi arbitrario de la propiedad y de aquellos a quienes estaba destinada. Ese control incluso se prolongaba más allá del momento en que los niños alcanzaran la mayoría de edad. El hijo, Philip, un chico animado y de muy mal genio, hacía ya tiempo que había superado esa edad. Esther, la chica, una joven sin atractivo y en cierto modo piadosa, tenía diecinueve años.
Como tenía tanto poder sobre sus pupilos, Covert no vaciló en utilizar abiertamente su ventaja para imponer su derecho a pretender la mano de Esther. Desde la muerte de Marsh, la propiedad que dejó, que era un inmueble, y tenía que dividirse equitativamente entre el hermano y la hermana, había aumentado su valor de manera considerable; y la parte que le correspondía a Esther era, para un hombre en la situación de Covert, una ganancia que bien merecía solicitar. Durante todo ese tiempo, aunque lo cierto es que tenían una respetable renta, los jóvenes huérfanos carecieron muchas veces de las más pequeñas cantidades de dinero, y Esther, por culpa de Philip, tuvo que recurrir más de una vez a varias estratagemas —la casa de empeños, la venta de sus pocos artículos de lujo y cosas por el estilo— para proporcionarse medios.
Aunque con frecuencia había demostrado de manera inequívoca la aversión que sentía por su tutor, Esther seguía sufriendo sus vejaciones, hasta que un día él fue más lejos y la acosó más de lo habitual. La joven tenía parte del temperamento fogoso de su hermano, y lo rechazó de manera brusca y más indudable. Con dignidad le expuso la vileza de su conducta y le prohibió que le volviese a mencionar su pretensión de casarse con ella. Él la replicó duramente, jactándose del dominio que tenía sobre ella y sobre Philip, y juró que a no ser que se convirtiera en su esposa, en adelante ninguno de los dos recibiría ni un céntimo. En su exasperación perdió su habitual autocontrol e incluso añadió insultos que ninguna mujer admitiría de nadie que merezca llamarse hombre, y cuando le vino en gana se fue de la casa. Aquel día Philip regresó a Nueva York, tras una ausencia de varias semanas por razones profesionales como empleado de una empresa mercantil que lo había contratado recientemente.
Hacia finales de esa misma tarde, Mr. Covert estaba sentado en su oficina, en Nassau Street, trabajando con ahínco, cuando una llamada en la puerta anunció una visita, e inmediatamente después entró en la habitación el joven Marsh. Su rostro mostraba un peculiar aspecto pálido que no le pareció a Covert nada agradable, y llamó a su pasante, que ocupaba la habitación contigua, y le encargó que hiciera algo en un escritorio cercano.
—Deseo verlo a solas, Mr. Covert, si le va bien —dijo el recién llegado.
—Podemos hablar perfectamente bien donde estamos —contestó el abogado—: la verdad es que no sé si tengo tiempo para hablar en modo alguno, porque ahora mismo me agobian los quehaceres.
—Perotengo que hablar con usted —respondió Philip muy serio—, al menos debo decirle una cosa: ¡Mr. Covert, es usted un canalla!
—¡Insolente! —exclamó el abogado, levantándose de la mesa y señalando la puerta—: ¡Mire usted, caballero! Si dentro de un minuto no se ha marchado, le pondré de patitas en la calle por la vía rápida.